Duques de Chueca
De entre las múltiples relaciones que entablé cuando estuve viviendo en la calle Pelayo, destaco la de los Duques de Chueca, la señora Pili y el señor Esteban, que entonces tenían una panadería y desde aquel mostrador donde se apilaban los phoskitos, los bucaneros y las golosinas para esa especie en extinción que son los niños en el centro de Madrid, los panaderos eran una poderosa fuente de información, podían hacerte un recorrido histórico por todos los ambientes y todas tribus que se habían movido por el barrio y podían contarte mejor que nadie lo que estaba ocurriendo en el momento.Recuerdo con nostalgia aquel enorme templo de la cultura que era la panadería de Pelayo, antes la panadería de Petra, donde se daban cita las travestonas, las viejas que bajaban en zapatillas a por su leche molico, o aquellos transexuales que por la mañana tenían la silicona de los pómulos por los suelos -más paperas que pómulos-, y hasta las personas que a primera vista parecemos normales acudíamos allí, con la excusa de comprar, a echar el rato.
Si alguno de los clientes gozaba de cierta celebridad, la tienda de Pili se hacía eco, colgaban el recorte del periódico en la pared o veían la entrevista en la tele que había en la trastienda, donde a veces nos sentábamos los de confianza, al calor de las faldas de la mesa-camilla.
La tienda de Pili se cerraba siempre muy tarde, pero en verano su hora de cerrar rozaba ya la hora en la que se abrían los sitios de ambiente, esos sitios que aparecen en las guías gays internacionales; así que, mientras el antro de enfrente se preparaba para la fiesta del macho-tanga, y en el New-Cueros un celoso hombretón cuidaba la selección de la clientela, o en el Torito el forzudo bueno de la puerta se sentaba a tomar la fresca en camiseta, Pili y Esteban salían también a la calle a filosofar. Y allí nos quedábamos algunos, a escucharles. De vez en cuando se interrumpía la tertulia porque alguien entraba a comprar, y entre las idas y venidas al mostrador y que los vecinos holgazanes no teníamos prisa, nos daban las tantas arreglando el mundo. El mundo para Pili y Esteban era ese pueblo, Chueca, que está situado en el centro de Madrid.
Recuerdo una noche en la que no sé cómo llegamos a hablar de un libro que acababa de publicarse en el que se hablaba de Madrid como un lugar imposible para vivir relajadamente por ser el centro de la tensión política, en el que se describía esta ciudad como una corte de cuchicheos, de zancadillas, de tuberías del poder, de restaurantes de lujo donde se concedían y se quitaban puestos, y a nosotros nos parecía que eso que algunos intelectuales o algunos políticos ven cuando vienen a Madrid, quedaba muy lejos de la vida de aquella calle, y también quedaba lejos del poder y del carácter antipático administrativo con el que se retrata esta ciudad, mi primer barrio, Moratalaz, o mi otro barrio, Vallecas.
Casi todo Madrid queda lejos de lo que a menudo se escribe sobre Madrid, sobre ese Madrid que consiste en Génova, Ferraz, el palacio de la Moncloa y los restaurantes donde se parte el bacalao.
Hablábamos con cierta melancolía de la falta de agradecimiento que se le tiene a la ciudad, o de que tal vez es que estemos viviendo un momento en que las personas públicas saben que deben hablar bien de cualquier sitio (no vaya a ser que se les acuse de enemigas de algún pueblo), menos de éste, con el que nadie se siente obligado a nada.
Pasó el tiempo y me mudé algunas calles más abajo, se podría decir que a una zona más noble sino fuera porque mis amigos tenderos me corregirían y me dirían: "Más noble no, ¡más pija!". Chueca se empezó a lavar la cara, y en justo agradecimiento por hacer de guardeses del barrio durante tantos años, el plumerío en pleno les nombró Duques de Chueca. La panadería se cerró, pero abrieron dos números más allá una tienda de deportes con un nombre muy moderno: Espi Sport; Espi por Esteban y Pilar, y Sport, por Sport.
Cuando viajo por ahí, por provincias como se decía antes, y la gente me compadece por soportar esta ciudad sucia, intrigante y deshumanizada, me voy a mi antigua calle, y a veces, sobre todo en los anocheceres de verano, tengo la rara impresión de haber vuelto al pueblo de mi infancia.
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