El tambor de hojalata
JAVIER MINA A poco que lean el periódico se habrán enterado de que el otro día San Sebastián, Donostia, celebró su fiesta redoblando a diestro siniestro, incluso por todo lo alto y más, o sea por la noche. Con un poco de suerte habrán sabido también que Ainhoa Arteta vibró en primera línea y con dorados ritmo y musicalidad, pues para eso era Tambor de Oro además de rubia. Y a nada que les hayan contado, estarán al corriente de cómo se puede instaurar una tregua de verdad a base únicamente de uniformes, delantales, parches, angulas y solomillos. Porque sólo cuando se visten de soldados de guardarropía consiguen paradójicamente los donostiarras marcar el mismo paso disipando en el son sus diferencias. Lo que no impide que otros tambores más lejanos hayan redoblado con la misma matraca de siempre. Así el que merecería por méritos propios el galardón de Tamborrero Mayor sólo por lo bien que se golpea el pecho emulando a los gorilas enfurecidos, no ha encontrado mejor cosa que comparar la kale borroka a un tren de alta velocidad que necesitaría muchos metros de frenada. Dejando de lado el detalle de que lo otro también puede llevar a lo uno -veremos qué pasa con los chicos Y cuando de la Y vasca ferroviaria para el TAV se trate-, habría que recordarle lo quietecito que el desbocado tren permaneció en vía muerta mientras los guardagujas lo consideraron conveniente. Por no ser menos que su sargento, Josu Jon, el cabo de gastadores que se estrena de altavoz, sostuvo con el acostumbrado tono eufemístico que atisbaba signos de desmarque de la violencia en quienes no se sabe por qué parecen estar más cerca de ella. Después, cogió con renovada fuerza los palillos y se lanzó por la senda de las filigranas aporreando el parche con un contundente o Lizarra o el caos, peor: la muerte. ¿Incumbe a un simple transmisor gastarse los transistores en amenazar miedo? ¿Hasta cuando se nos va a intentar embutir como de bien común una partitura puramente partidista? A fin de no perder el paso, el sindicalista Díez muy en su papel sindical de siempre, sacó pecho y barrilete lanzándose al rataplán con el contundente "no es discutible la legitimidad de la violencia" para lamentar, en la misma jerga sibilina y oscura que ha acabado por contaminar a representantes de palacio tan noveles como Josu Jon, que las dichosas chiquilladas tienen un efecto político disolvente sobre el que habría que reflexionar, aunque no -nunca, jamás- en el frente estellés. Pues bien, cuando los demás se animan a reflexionar condenándola, por ejemplo, sin paliativos y sin haber atentado jamás contra nadie resulta que se comete "violencia mediática linchadora" -el Supertamborrero dixit-, ahora bien cuando se está leyendo constantemente lo mismo, en todos los medios y por triplicado -en plan tenor, porque como la Trinidad, Lizarra es uno y trino-, sólo se trata de la libre expresión del pensamiento mayoritario y como tal hay que acatarlo, por mucho que abuse y disparate. Más vale que a todo hay solución (excepto a la muerte, como nos recuerda oportuno el refrán) y creo que la mejor manera de salir del atolladero pasa, a imitación de los donostiarras, por calzarse un uniforme y lanzarse a la calle con a cada tambor batiendo los sones de Sarriegi, partitura que se podría consensuar por haber hecho del tambor su objeto y eso desde antiguo, cosa que aquí gusta mucho. Entre probarse las ropas, ensayar y asistir a las concentraciones diarias de tamborreo, quedaría poco tiempo para tontear. Además, llevados por la majestuosidad de los desfiles podríamos, puesto que la ley electoral lo permite, traernos solistas de Belfast y montar el ámbito de decisión irlandés. Y como Navarra conquistó Albania la reivindicaríamos como octavo herrialde, pero tendremos que darnos prisa o Van Gaal, que ya ha sustituido los ocho vascos del Barça por otros tantos holandeses, podría convertirnos en Amsterdam, cuya población será como la de aquí. Claro que siempre nos quedaría el tambor de hojalata, aquél con que el personaje de Günter Grass -¿recuerdan?- disolvía en el papel, y desde él, los malos rollos.
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