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Americanos

Emilio Menéndez del Valle

Resulta penoso que un país de la importancia de Estados Unidos sea noticia permanente por las veleidades sexuales de su presidente (sui generis tema de política interior) y por las bélicas que ocasionan el regular machacamiento de la población iraquí, vía bombardeos o embargo, lo que constituye una peculiar manifestación de política exterior. Sobre todo si se tiene en cuenta que, a estas alturas de la película (obviemos la inmoralidad que supone que gran parte del mundo satisfecho se siente periódicamente delante de la CNN a contemplar los misiles que llueven sobre Bagdad), la mayoría de los espectadores está convencida de que ambos aspectos -impeachment en marcha y veleidades bélicas- tienen demasiado que ver entre sí. Pero ¿qué piensan los norteamericanos de todo esto? Sabemos que la mayoría disiente del Congreso en la hiperutilización republicana del caso Lewinsky. En lo que respecta a Irak, parece que la mayoría apoya a Clinton, si bien no tan claramente como al principio. Ello no es extraño si tenemos en cuenta que el moralismo de inspiración protestante ha determinado el estilo americano de conducir la política exterior. Apoyar la guerra es tan ético como oponerse a ella. Seymour Martin Lipset afirma que, para aprobar una guerra y convocar a la gente para matar a otros y morir por la patria, los norteamericanos han de tener claro que su papel en el conflicto está del lado de Dios y contra Satán. Por la moralidad, contra el mal. Estados Unidos va a la guerra para luchar contra el mal, no para defender intereses materiales.

Curiosa coincidencia con la cosmogonía islámica predicada inicialmente por Jomeini y asumida más tarde por Sadam Husein, que convierte a Estados Unidos precisamente en Satán. Está claro que casi todo el mundo tiende a demonizar al enemigo, pero, tras los errores estratégicos de Sadam (invasión de Kuwait) y las barbaridades de los últimos años, resulta fácil para la Casa Blanca propalar el estereotipo.

No parece, sin embargo, que el empeño de la Administración de Clinton en convertirse en policía del mundo, con manifiesto desprecio de Naciones Unidas, merezca la aprobación de su opinión pública. Dos encuestas del pasado año contienen datos muy significativos. Por un lado, muestran una radical diferencia entre el público en general y los responsables de la política exterior. Por ejemplo, los ciudadanos se inclinan más por la cooperación de Washington con la ONU y con otros países que por la acción solitaria de éste en plan gendarme internacional, en nítido contraste con muchos políticos y líderes de opinión. En uno de los sondeos, sólo un 27% de éstos prefiere que Estados Unidos comparta poder con otras potencias, frente a un 50% de la opinión en general. En el otro, el 74% de los preguntados contesta que desean que "Estados Unidos comparta el poder internacionalmente". Por otro lado, la segunda encuesta concluye que "los americanos están menos motivados por conceptos abstractos, como "interés nacional", y desean que se preste más atención a los temas globales, sociales y humanitarios".

Nada mejor podría sucederle a la gran nación americana que las tendencias apuntadas se consolidaran y sus gobernantes fueran sensibles a ello. No es tarea fácil si consideramos que muchos ciudadanos -amamantados en la ética puritana de una superior autoridad moral- creen que su país es pináculo de la civilización y que tienen mandato divino para dirigir al resto del mundo. Es lo que lleva al senador Jesse Helms, tenido por extremista por muchos conciudadanos, a declarar que "nuestros aliados no tienen criterios morales" (EL PAÍS, 24 de julio de 1996).

Demasiados americanos creen que su nación es "imprescindible".

¿Llegarán a darse cuenta de que ello convierte a las demás en prescindibles? Si la toma de conciencia se produjera y la sensatez se asentara, con gusto entonaría -a la vera de Mr. Marshall- aquella entrañable copla de Lolita Sevilla: "Americanos, americanos..., ¡viva el tronío de este gran pueblo con poderío!".

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