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Premonición

Al finalizar enero de 1993, William Jefferson Clinton se preparaba desde Arkansas, donde había sido gobernador, para ir a Washington y asumir la presidencia de la nación. A1 despedirse de sus conciudadanos recordó al presidente Abraham Lincoln al hacer lo mismo: "No sé si como Lincoln", dijo, "me despido de esta tierra para no volver. Lincoln sólo volvió para ser enterrado en ella". Al llegar a Washington, Clinton visitó las tumbas del presidente John F. Kennedy y su hermano Robert. ¿Premonición?El triunfo del joven candidato demócrata había sido una sorpresa. Ninguno de los aspirantes por este partido para ser candidato a la presidencia parecía estar capacitado para triunfar frente al candidato republicano, George Bush, que como su antecesor, Ronald Reagan, buscaba la reelección. Sin embargo, Clinton lo había logrado a plenitud, con una extraordinaria e indiscutible mayoría, formada paradójicamente por minorías que parecían no contar por separado. Gentes que sabían que su voto a lo largo de la historia de Estados Unidos no había contado. Sin embargo, esperaban que en esta ocasión valiese. El nuevo candidato les había hablado y hecho promesas que antes no habían escuchado y menos aún creído. ¿Qué había prometido Clinton? ¿Por qué temía no volver con vida de donde había salido para gobernar la nación?

Clinton había hecho un llamado a la guerra. ¿Guerra en la que esta gente exponía siempre la piel? ¿Otra guerra como la de Vietnam o la reciente de Irak? ¿No era Clinton el hombre que por razones de conciencia se había negado a ir a Vietnam? ¿La esperada Tercera Guerra con la desarticulada Unión Soviética? ¿Con el envidioso Tercer Mundo? No, esta gente no podía votar por quien les ofreciese tal cosa. No, Clinton había lanzado un llamado a "las armas para restaurar la vitalidad del sueño americano". Todos eran parte de Estados Unidos, y por lo mismo con derecho a la realización de tal sueño. La guerra que ha de darse no está fuera de Estados Unidos ni en cualquier otra parte del mundo, sino en el país, dentro de sus entrañas. Esta gente no es encarnación de mal alguno, es parte del bien común que los padres de la patria supieron reconocer, garantizándole su derecho a la felicidad y a la seguridad en un mundo libre como lo es Estados Unidos. Y esto era posible porque el mismo pueblo había otorgado, con su voto, la misma confianza que Clinton a sus compañeros demócratas, permitiéndoles holgada mayoría en el Congreso.

Fue este Congreso el que de inmediato se enfrentó a su correligionario y presidente. El sueño americano había sido ya realizado, y era extraño a quienes ahora pretendían hacerlo suyo, ajeno a sus ya viejos electores, que votación tras votación renovaban su confianza. Nada tenía que ver con tal sueño gente que no había hecho nada para realizarlo. Nada por el desarrollo, la buena vida, el confort, con los cuales la Providencia había hecho patente su satisfacción, gente que con sus obras mostraba la bondad de tal Providencia. Clinton era a su vez fustigado por poner de lado la seguridad internacional de Estados Unidos, por la que habían trabajado tanto los gobiernos republicanos en guerras calientes, frías o sucias. Ronald Reagan estaba horrorizado. Había que detener a este hombre y a sus seguidores.

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Dos años después, a la mitad del primer periodo de Clinton, llegaron las elecciones para renovar parte del Congreso y algunos gobernadores. Esta vez el voto castigó a los demócratas que habían impedido que el presidente cumpliese sus promesas. Nuevamente los republicanos recuperaron la mayoría en la Cámara. ¿Servirían a los nuevos electores? ¡Por supuesto que no! Por el contrario, había que impedir, de una vez y para siempre, que volviese a suceder algo como lo que estaba ocurriendo. La nación la formaban los americanos que la habían hecho posible y sus descendientes, los verdaderos estadounidenses creadores y usufructuarios del sueño americano. Levantar muros y murallas; perseguir, expulsar. Impedir no sólo que entren, sino también que se desarrollen en los lugares de los que son originarios. ¡Son el mal, como el que ha sido engendrado dentro de los mismos Estados Unidos! ¡Otra vez el Apocalipsis! ¡Armagedón, debe ser el lugar de la lucha entre el Bien y el Mal como imaginó Reagan enfrentando a la desaparecida Unión Soviética!

A lo largo de los dos últimos años del primer periodo de gobierno de Clinton, éste tuvo que enfrentar toda clase de acusaciones con inquisidores que urgaban todo su pasado. ¿Cómo podía un hombre así, acosado, gobernar? Sin embargo, se lanzó a la reelección y obtuvo un triunfo más aplastante. ¿Por qué? El triunfo se lo volvían a dar los marginados que habían dejado de serlo. Sabían ya de la fuerza de su voto. Pero hubo algo más extraordinario: Estados Unidos ya no estaba marginado como al término de la guerra fría, en la que había perdido la economía de mercado por su empeño en la carrera armamentista y así había dado pie al triunfo de los grandes vencidos de la Segunda Guerra Mundial, Alemania y Japón, que tenían prohibido participar en la fabricación de armamentos. La marginación de Estados Unidos en la nueva economía había sido en parte la causa de la derrota electoral del republicano George Bush en 1992. ¿Quién había hecho el milagro? Los mismos marginados, al saberse incluidos en la nación con todos sus derechos. Con su trabajo se habían transformado en parte de la economía de Estados Unidos. Tenían empleos y al tenerlos se transformaban en elemento esencial de esa economía con capacidad para el consumo y con ello la realización de la promesa de su presidente.

La Comunidad Europea reaccionó con disgusto: surgía un competidor difícil de vencer. Pese al auge económico de Estados Unidos, los grupos conservadores reaccionarían pronto con inusitada violencia. El demonio estaba dentro de sus entrañas, había que detener al macho cabrío, acorralarlo y hacerle confesar sus diabólicos designios para acabar con la nación que a lo largo de la historia había encarnado el bien por excelencia. Los cazadores de brujas de Salem buscaban al demonio ahora encarnado en el presidente de Estados Unidos para aniquilarlo, para hacer patentes los vicios que significaba. A esto se sumó el fundamentalismo discriminador de pueblos como el de Arkansas. Emplumar y linchar al negro o a cualquier gente cuya etnia sea distinta a la de los perseguidores.

"Bill Clinton", dice la premio Nobel estadounidense Toni Morrison, "es el primer presidente negro de Estados Unidos", no importa el color de su piel. "Tiene las características de la negritud: un muchacho de Arkansas nacido pobre, educado por su madre obrera; que toca el saxo, al que le gusta comer hamburguesas de McDonald"s y le gustan las mujeres. Por ello sufre la táctica de ciertos blancos para castigar a negros demasiado ambiciosos. ¡Quédate a donde te corresponde o sufre las consecuencias!".

¿Los que fueran marginados van a regresar a donde estaban? Por supuesto que no. ¿Cómo votarán en las elecciones de noviembre? ¿Votarán por los cazadores de brujas de Salem o por los kukuxclanes del sur? En la Declaración de 1776 se habla de la igualdad que guardan todos los hombres entre sí y de los derechos que como tales les son inalienables, como la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Y para garantizar estos derechos instituyen gobiernos que derivan de su voluntad y que, "siempre que una forma de gobierno tiende a destruir estos fines, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla y a instituir la forma de gobierno que satisfaga estos fines".

¿Se tendrá que ir tan lejos? ¿Y Clinton, el hombre y el presidente? ¿Se impondrá la extraordinaria voluntad y resistencia que ha hecho patente? ¡O acabará siendo inmolado por lo mismo! De cualquier forma habrá ganado la guerra para hacer de Estados Unidos una gran nación multirracial y multicultural.

Leopoldo Zea, filósofo mexicano, es director de la revista Cuadernos Americanos.

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