Limosnas
Las Navidades ya casi tocan a su fin y las hemos celebrado como cualquier otro año y como en cualquier otro lugar. No nos hemos privado del marisco, ni del cava, ni de los viajes, ni de las fiestas y los cotillones. Tampoco hemos reducido nuestro presupuesto en regalos de Reyes, ni el de gasolina, ni dejaremos de ir al fútbol cuando se reanude la Liga. Sin embargo, las cifras oficiales nos dicen que España ha sido uno de los países, si no el primero, que más dinero ha enviado a los damnificados por el huracán Mitch y que, por ello, casi nos ordenan machaconamente, debemos sentirnos orgullosos. Esto me hace plantearme algunas cuestiones que no sé si importarán a alguien, pero a mí me hacen dudar de la entereza moral de los países ricos: creo que más que de ayudas hay que hablar de limosnas, pues, aunque han sido cuantiosas, en la mayor parte de los casos les hemos dado lo que nos sobra, aquello de lo que podemos prescindir sin detrimento de nuestros lujos y caprichos. Lo único que hemos hecho, yo el primero, es mitigar en nuestra conciencia el sentimiento de culpabilidad por lo insolidarios que habitualmente somos con el Tercer Mundo, e inmediatamente volver la cabeza hacia otro lado: hacia nosotros mismos.
Creo que ayudar tiene un significado mucho más profundo y activo, como el trabajo que han realizado determinadas organizaciones no gubernamentales. No quiero decir con esto que esas ayudas no sean de agradecer, pues a ellos les han beneficiado, pero tampoco es para exacerbar el orgullo patrio y alardear de satisfacción por algo que -a la vista está- no nos ha ocasionado demasiados sacrificios, por no decir ninguno.-
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