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El derecho y la política: el 'caso Pinochet'

En el momento en que escribo, ignoramos si los cinco nuevos lores concederán por fin la extradición de Pinochet. Se puede esperar que así sea, si se respeta la tradición jurídica inglesa que prevé que una decisión semejante sea absolutamente indiscutible. Pero, a partir de ahora, se pueden sacar dos conclusiones generales de esta iniciativa de los juristas y de los militantes españoles conducidos por el juez Garzón. Una es de ámbito nacional; la otra, evidentemente la principal, de ámbito internacional.La primera concierne a Chile. Estoy lo suficientemente unido a este país como para decir a sus líderes políticos que se han mostrado hipócritas, porque, cuando solicitan que Pinochet sea juzgado en Chile, saben que si el dictador es devuelto a su país no será juzgado. Es posible que se obtenga de él una declaración como la que ha hecho recientemente, en la que se dirige a Dios y a la Virgen María más que a los hombres, especialmente a aquellos a los que ha hecho sufrir. No sólo no es fácil ver cómo puede ser juzgado cuando ha impuesto una ley de autoamnistía y no será fácil conseguir que le retiren la inmunidad parlamentaria, sino, sobre todo, porque el Ejército, que ha estado muy moderado estas últimas semanas y que permitiría que se ejecutara una condena española, no puede tolerar una condena a Pinochet en Chile, pues sería como condenarse a sí mismo.

El Chile actual se ha constituido, con razón o sin ella, pero, sin duda, de una forma ampliamente mayoritaria, buscando más la reconciliación que la revancha. A diferencia de la España democrática, que heredó de un dictador muerto, el Chile democrático ha dejado a Pinochet en una situación de fuerza en nombre de una Constitución imposible de modificar, excepto con la creación de una nueva asamblea constituyente por votación popular. A pesar del trabajo de la Comisión Rettig, Chile ha abandonado el recuerdo de sus muertos, junto con el de sus luchas intestinas, para volverse hacia un futuro de éxito económico que, efectivamente, ha enriquecido al país en 15 años y ha hecho retroceder la miseria, aunque no haya reducido las desigualdades sociales. Hoy en día sería de mal gusto reprochar a Chile el camino que ha seguido, porque lo ha decidido democráticamente y ha recibido pocos reproches por esta elección, a no ser de los miles de afectados por la represión. Pero esta historia impide a los dirigentes chilenos hacer creer que desean juzgar a Pinochet. Hagámosles a los chilenos el favor de remitir a la justicia española y a la de otros países la tarea de juzgar al anciano dictador. Lo que en realidad desea la opinión pública, que reconoce la culpabilidad de Pinochet, es que sea juzgado, pero no pide que sea en Chile, evidentemente, por miedo a problemas graves y porque se preocupa de los nuevos problemas que deberá afrontar en el momento en que cese el crecimiento. Deseamos solamente que Chile salga de la traba constitucional de la que no ha querido salir hasta ahora.

Desde el punto de vista internacional, se ha hablado ya cientos de veces de la importancia excepcional de la iniciativa española. Quiero subrayar esta importancia respondiendo a una crítica que se hace con frecuencia a los españoles y a los que son favorables a que se juzgue a Pinochet. Esta crítica es: ¿por qué juzgar a Pinochet si no se toca a los jemeres rojos, a los dirigentes chinos o vietnamitas o a Fidel Castro? Esta objeción merece una respuesta, porque a primera vista parece evidente y porque nadie puede decir que Pinochet sea el mayor criminal vivo. Si se entra en una contabilidad macabra, se puede recordar que los generales argentinos, muy cercanos a Chile, provocaron muchas más víctimas, por no evocar las masacres en masa de los jemeres rojos. Y la respuesta es que nadie tiene poder para juzgar al mundo entero, aunque deba existir un Tribunal Penal Internacional, y que, por el contrario, lo característico del mundo al que sentimos que pertenecemos es que se define por la superioridad reconocida a la ley. Esto no quiere decir que se aplique siempre ni que la justicia reine en todas partes, sino que la sumisión en última instancia de todo poder a una ley es reconocida como el principio más importante de nuestros sistemas políticos, como el fundamento mismo de lo que nosotros vivimos como democracia. Todos estaríamos satisfechos si se condenara rápidamente a los más grandes criminales del mundo comunista, pero es porque pensamos que es imposible, porque sabemos que China, Camboya o Vietnam no pertenecen, quizá aún, al mismo mundo que nosotros. Nosotros no defendemos valores abstractos, por cuyo respeto todos los países votan distraídamente a la ONU; defendemos más concretamente una frontera, una nación formada por cien Estados, que no solamente cree en el derecho y en la libertad, sino que vive, al menos en gran parte, respetándolos. El día en que el pueblo cubano o un tribunal internacional juzguen a Fidel Castro -cuyo caso me parece muy distinto al de Pinochet, como el caso de Lenin fue muy diferente al de Mussolini- se podrá decir que Cuba ha vuelto a entrar en nuestro mundo, el que limita por ley el poder del Estado. Nuestra impotencia para juzgar a los dictadores e incluso a los asesinos de su pueblo tiene como contrapartida marcar la frontera entre el continente de derecho y el del no derecho. Y lo más importante del arresto de Pinochet es que nos recuerda nuestra propia definición, la que supera en importancia toda definición cultural o social, la de los países que viven y quieren vivir bajo el imperio de la ley.

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Naturalmente, no siempre somos fieles a este principio superior, pero nadie está autorizado a decir que somos hipócritas y que no respetamos el derecho más que en la tribuna de las asambleas, como no respetamos la virtud más que en los sermones del domingo. El inmenso apoyo que ha recibido la iniciativa española demuestra que estamos sinceramente, profundamente, ligados a los derechos humanos, que nos hemos situado por encima de las mismas leyes. Los que no entienden esto y nos acusan de hipocresía podrían muy bien ser extranjeros en su propio país si no comprenden la virtud principal: la limitación del poder político por el derecho.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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