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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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El lector

Juan Cruz

¿A quién le interesa el libro de memorias de un crítico literario? A sus criticados, en principio, pues buscarán en ese libro enemigo defectos paralelos, y por supuesto superiores, a los que el crítico halló en los suyos. ¿Y a quién más interesan las memorias de un crítico? En un país normal, a casi todo el mundo de la cultura, pues la fabricación intelectual de la gente se basa en su capacidad para generar un entorno de lectores responsables, interesados en el entendimiento de la realidad a partir de los libros que se publican. Pero éste no es un país normal, y a los críticos, y a sus criticados y a sus lectores, esto les afecta en alto grado. El otro día se preguntaba ante unos amigos el magistrado Francisco Rubio Llorente por las razones que hacen tan difícil y arriscada la crítica y el entendimiento de la crítica en España; y alguien de la reunión le respondió al ilustre jurista que esto se produce porque existe entre nosotros muy poca nobleza; esa ausencia de nobleza afecta a la vida cotidiana y, por supuesto, al ejercicio de la crítica. En el ámbito estricto del entendimiento de los libros, esa situación innoble del espíritu lleva a sospechar siempre: los libros que salen bien tienen esa consideración porque los críticos son amigos del autor; el lado contrario de esta suposición -los críticos reaccionan por enemistad- es aún más abundante; se incrementan entre nosotros esas suposiciones y a ellas se añaden las posibles banderías a las que responden con las actitudes de unos y de otros. Acaso ese fuego cruzado ha hecho también de la crítica pública de los libros un ejercicio demasiado endogámico, pues no siempre tiene al lector como destinatario, sino que persigue otro público, mucho más reducido, el de los autores y criticados, que reaccionan al ritmo del guiño o del codazo.En los últimos 30 años este país ha tenido muchos lectores, como es natural, pero ha tenido también un lector singular, enciclopédico, maniático, voraz, Rafael Conte, que ha tenido la ocurrencia de escribir sus memorias, que aparecen en Espasa bajo el título de El pasado imperfecto. ¿A quién le interesan? Al principio, cuando se hojean, parece que sólo van a interesar a los criticados para bien y para mal; pero si uno traspasa el difícil umbral de esa sospecha, se verifica enseguida que en este libro desordenado y vertiginoso, hecho a brazadas, que ha escrito Rafael Conte hay no sólo una memoria sino una autocrítica; miembro de una generación machacada por las consecuencias de la innobilísima guerra civil, tiene el valor aquí de hacer públicas las vergüenzas privadas a las que obligó aquel periodo de ciudadanía capada, y aprovecha además para hacer el autorretrato, muchas veces hecho pedazos, de un hombre contemporáneo cuya melancolía civil sólo se paliaba en el refugio de los libros.

El aliento de urgencia que tiene el libro también transparenta ese deseo, noble, de autocrítica que anima a Rafael Conte; a veces se le ve, en este libro, agarrándose como un solitario perplejo que nunca pudo dejar la mirada defectuosa de la adolescencia al sentimiento escaso y a veces abrupto de la amistad; desfilan personajes de los que vive su memoria, como Benet, García Hortelano o Andújar; pero no es aquí importante la crónica literaria: llega a la intimidad, un poco reiterativa de aquel entonces, y edifica un volumen cuya precipitación le lleva a veces a la generosidad excesiva de los abrazos, porque los necesita; así es Conte, así es este lector que llegaba a la redacción en las primeras horas de la mañana quejándose animadamente de un universo que no había sido capaz de eliminar todo lo que no fuera la obligación de leer.

¿A quién le interesarán estas memorias? Él dice que el lector tiene que salir de los libros animado por una nobleza mayor que la que tenía cuando entró. Tocar este pasado imperfecto es entender un poco mejor por qué Conte se refugió en los libros, es él mismo una biblioteca de sus gustos propios a los que la insistencia profesional arrancó el calificativo de lector, su vocación, para obligarle a la impostura del crítico, oficio difícil en un país en el que nadie nunca cree nada.

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