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Tribuna
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La poesía en su cuarta dimensión

Constaté por primera vez que Joan Brossa era considerado por las más jóvenes promociones como un artista actual, innovador y contemporáneo en octubre de 1989, cuando entré con él en el Aula Magna de la Universidad de Santiago de Compostela y los alumnos de letras y arte de aquella universidad se pusieron en pie y le aplaudieron durante 10 largos minutos. Este hecho, que sucedió en la inauguración de una exposición de artes plásticas titulada Presencias e procesos, en la que participaban promesas del arte contemporáneo junto al casi septuagenario Brossa, era en aquellas fechas sorprendente porque hasta entonces Joan Brossa había sido considerado un artista maldito y, por tanto, desconocido u olvidado por el mundo de las letras, el teatro y el arte. Afortunadamente, a lo largo de la década de los ochenta fue descubierto como una figura insólita, como un pionero, como un visionario, como un artista no clasificable dentro de las escuelas, tendencias o ismos tipificados, a la vez que se reconocía el carácter eminentemente proteico de su obra, la pluralidad de prácticas que había ejercido y la capacidad expresiva y comunicativa de este outsider de las artes que, a pesar de pertenecer a la misma estirpe artística que Duchamp, Man Ray, Oppenheim, Broodthaers y Beuys, con quien a menudo se le ha emparentado, es difícilmente comparable a ellos.Brossa tuvo el talento de saber vivir la aventura cultural de este siglo (pintura, teatro, cine, poesía, magia, etcétera), impregnarse de sus elementos más activos y responder personalmente a todos estos estímulos. El dadaísmo, el surrealismo, el psicoanálisis, la fascinación por el inconsciente, la estética zen, la música contemporánea, la magia, el transformismo, la poesía visual, formaban parte de la multiplicidad de intereses que activaron su pensamiento literario, artístico e intelectual, que él siempre procuró que siguiera su propio ritmo: "Mi obra tiene una dinámica propia (...) porque quiero ver adónde me llevan determinados procesos creativos". Así, Brossa, que a pesar de haberlo sido prácticamente todo simplemente se consideraba poeta, aspiraba a una poesía sin límites, una poesía que lo abarcara todo, una poesía que con el paso de los años se fuera transformando y discurriera de la palabra a la imagen buscando sobre todo una comunicación sugestiva, moderna, eficaz e inteligente. Esto le llevó a explorar nuevas maneras de hacer poesía, primero con las palabras, después en la escena, más tarde con la imagen y finalmente con el objeto. Y fue de esta manera como logró transitar de la poesía literaria a la poesía concreta, de las imágenes verbales a las imágenes visuales, siempre eludiendo la opción estética, puesto que era la que menos le interesaba, y potenciando la idea, lo más importante para él. Una concepción del arte que comportó el uso de materiales pobres, de cosas esenciales, aunque, eso sí, cargadas de significación. En más de una ocasión, ha habido voces que desde el mundo de las bellas artes reprocharon a Brossa sus progresivas incursiones en el ámbito de la creación plástica, considerándolo un intruso, e incluso un advenedizo, e ignorando la coherencia del proceso intelectual que le llevó a afirmar que "el poeta actual ha de ampliar su campo, salir de los libros y proyectarse a través de los diversos medios que le proporciona la sociedad misma y que el poeta puede usar como vehículos insólitos, infundiéndoles un contenido ético que la sociedad no les confiere". Una sentencia que Brossa puso en práctica trabajando con los valores supremos del conocimiento y la cultura y empleando para ello, y sin ningún tipo de complejos o reparos, todos los medios que tenía a su alcance, con la finalidad de lograr la "cuarta dimensión del poema".

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Este arte que Brossa transmuta en un mundo propio, gracias a un ilimitado juego de manos, de palabras y de objetos, y que tiene que ver con el objet-trouvé, con el ready-made, con el happening, la prestidigitación, el arte conceptual, etcétera, se hace presente en su obra gráfica, su poesía visual, sus poemas objeto, la poesía escénica, las acciones espectáculo, los guiones cinematográficos y los poemas transitables, porque desde los días de Dau al Set Brossa fue fiel a esa personal forma de entender la poesía.

El universo de Brossa está constituido por una serie de elementos que buscan esencialmente la capacidad de asombro del espectador y que son auténticos atentados a la lógica que, con el paso de los años, han incorporado críticas más complejas y explícitas a cualquier tipo de convenciones, sociales, institucionales, económicas o religiosas, poniendo en evidencia una lucidez y una coherencia poco comunes en el llamado arte contemporáneo. Y son estos naipes, relojes, cuchillos, martillos, gafas, pelotas, sombreros de copa, peinetas, etcétera, a los que Brossa logró arrancar nuevos significados semánticos y mordaces críticas, los que le llevaron a exponer en la Fundación Joan Miró de Barcelona en 1986, en los museos de Colliure y Ceret en 1990, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en Madrid en 1991, en el Palau de la Virreina de Barcelona en 1994 y en la Bienal de Venecia en 1997, entre otros importantes museos y centros del mundo, y lo transformaron en una figura clave del arte de nuestro siglo, cuyo arte nació de una extraordinaria capacidad para subvertir el significado y la mecánica de los códigos y para crear asociaciones que tanto pueden ser despiadadamente corrosivas como insólitas, desconcertantes o misteriosas.

Cuando su función ya ha acabado, nos apropiamos de las palabras que dedicó a Fregoli en 1965 y le decimos: "Adéu, estimat Brossa, "accepta aquesta elegia d"aplaudiments" (adiós, querido Brossa, "acepta esta elegía de aplausos").

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