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DESAPARECE UN ARTISTA IRÓNICO Y ESENCIAL

Quiriquibú

Fue, si no recuerdo mal -no dispongo de otra documentación que mi pobre memoria, lejos de casa y de mis recortes de periódicos, de mi modesta y entrañable biblioteca teatral- a comienzos de 1976, en el mes de enero o febrero. En el Teatre de l"Aliança de Poblenou se estrenaba Quiriquibú, espectáculo de Joan Brossa, por el Teatre de l"Escorpí.El autor, Joan Brossa, me era relativamente familiar. A finales de los sesenta o principios de los setenta, habíamos coincidido, almorzando, en un restaurante "económico" -¿Els Caçadors?-. Después del postre -un flan de la casa-, del cafetito y de la copita de orujo, Brossa me llevaba a su casa para mostrarme sus "tesoros".

Los tesoros en cuestión eran viejos carteles y recortes de prensa sobre Leopoldo Fregoli. A la sazón, Brossa vivía en un piso de la calle de Balmes -¿esquina con Travessera de Gràcia?-, un piso cuyo suelo estaba alfombrado con vanguardias -todavía españolas-, cientos, miles de hojas de La Vanguardia del conde de Godó; hojas amarillentas que hacían juego con la mierda rojiza incrustada en la taza de un váter abierto, un váter teatral que llevaba meses, años, sin limpiarse, colocado teatralmente en la entrada del piso. Entre las páginas amarillentas de La Vanguardia y la mierda rojiza del váter, llegué a pensar que aquel decorado -de nuevo el teatro- era un artilugio de Brossa para épater les bourgeois. Se lo dije. Y Brossa, muy serio, me dijo: "No, Sagarreta; això és la bandera nacional". Y acto seguido se puso a saltar sobre las amarillentas vanguardias cantando... el himno de Riego.

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No me lo tomaba en serio -en aquellos años éramos, ay, muy serios-. Había asomado su poesía -los sonetos eran perfectos- aupada por Molas -quién iba a decirlo- y bendecida por Sacristán, y Xavier Fàbregas daba a luz dos tomos de su "imposible" teatro. Pese a ello seguía sin tomármelo en serio. Cómo iba a tomármelo en serio viéndole en el búnker de Tàpies, el pintor, en la calle de Saragossa, haciendo de bufón, de bufón real, intentando hacerle comprender al delfín -Miró todavía reinaba- que Buster Keaton no era una langosta, y mucho menos un bogavante, à la crème.

Hasta que se produjo el milagro -el teatro catalán está plagado de milagros; desde Els pastorets hasta los culebrones de TV-3-; hasta que se estrenó, en L"Aliança de Poblenou, Quiriquibú.

Quiriquibú fue, en 1976, un milagro. Allí descubrimos quién era Brossa. Allí vimos que el bufón de Tàpies -¿lo fue antes de Dau al Set?-, el hombre que vivía rodeado de vanguardias amarillentas, de mierda rojiza, española y apestosa, era un hombre de teatro. Malgré lui. Yo vi, aquella noche de enero o febrero de 1976, en el bar de L"Aliança, a Brossa llorar -Fàbregas, hoy ya fallecido, y yo fuimos testigos- por su éxito. Un éxito en el que estaban presentes, participando de él, gentes como Fabià Puigserver, Carlota Soldevila, Lluís Homar, Domènech Reixach y Rosa Novell. Esa gente hizo que Brossa se sintiera aquella noche un autor teatral. Malgré lui. Es decir, a pesar de su papel de bufón de uno u otros príncipes, de sus ganas de ser un Ionesco catalán -¿las tuvo?, pues sí, las tuvo-, de sus ganas de que, a pesar de que la burguesía del Eixample pisase sus amarillentas vanguardias y olfatease la mierda nacional, le reconociesen en un Fregoli republicano, hijo del caganer y de la baldufa; a pesar de todo ello, o gracias a todo ello, Brossa, en aquel enero o febrero de 1976, lloró en el bar de L"Aliança de Poblenou. Y lloró porque, malgré lui, a pesar de -o gracias a- los moletes y donde dije Diego digo Louise Brooks, las gentes -las mejores- del teatro catalán se lo habían apropiado. Después de Quiriquibú -la magia a tope- el teatro catalán fue otra cosa. Minoritaria -el Espai Brossa-, pero otra cosa.

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