Constitución, derechos y disidencia vasca
"El Estado no puede pensarse más que en función del derecho, el derecho del hombre, del hombre libre, encaminado y organizado el Estado para la defensa de la individualidad moral de cada ciudadano". Estas palabras, pronunciadas por Manuel Azaña en el campo baracaldés de Lasesarre hace más de seis décadas, siguen teniendo plena actualidad. Azaña contraponía en su discurso esta idea ético-jurídica del Estado constitucional, de raíz kantiana, basada en el respeto y protección de la autonomía individual, a otros modelos del Estado, confesional, fascista o comunista, que en aras de una ideología y de unos intereses totalizantes -religión, clase, nación, partido- desprecian los derechos individuales de los ciudadanos y abren el camino a su conculcación sistemática.La coincidencia en estos días de dos eventos de signo tan distinto como el vigésimo aniversario de la Constitución y las conversaciones entre el PNV, EH-HB y EA para la formación de un gobierno nacionalista en el País Vasco pone una vez más sobre el tapete la confrontación entre dos maneras opuestas de concebir las relaciones entre el individuo y la sociedad política. El primero de estos modelos es bien conocido: el Estado democrático-constitucional, pese a sus imperfecciones, ampara los derechos fundamentales de los ciudadanos y garantiza las libertades públicas, al tiempo que ofrece un espacio abierto al pluralismo para que cada cual intente hacer realidad sus proyectos sin obligar a nadie a comulgar con ningún credo. El segundo modelo, por el contrario, en nombre de una comunidad hipostasiada, señala a los súbditos una vía de dirección única por la que imperativamente todos son llamados a transitar. Así, el pacto de Estella-Lizarra, una de las más recientes materializaciones de este modelo, exige a los ciudadanos vasco-españoles, navarros y vasco-franceses que renuncien a sus respectivos marcos políticos de referencia, a sus propias creencias o criterios de autoidentificación, para abrazar los nuevos dogmas (soberanismo, territorialidad) que una minoría de esforzados patriotas de la Gran Euskadi ha diseñado para ellos.
Naturalmente, en el fondo de esta querella subyacen dos respuestas muy diferentes a la pregunta ¿Qué es una nación? Mientras entre los firmantes de Estella dominan los creyentes en la nación-esencia (Euskal Herría), una concepción que menosprecia a los individuos y los subordina a una supuesta, perenne e indeclinable identidad colectiva, los defensores del compromiso constitucional sostienen mayoritariamente la idea de una nación-contrato, que entiende la sociedad política a la manera ilustrada como un artefacto humano que sirve para facilitar la convivencia libre y civilizada entre individuos que albergan aspiraciones e ideas divergentes. Pues bien, a mi modo de ver el más elemental cotejo de estas dos vías -Constitución versus pacto de Estella- arroja como balance una abrumadora superioridad política y moral del primer modelo.
Esta superioridad de la cultura política constitucional sobre la alternativa nacionalista se cifra en que la primera es capaz de proporcionar a la generalidad de los ciudadanos mayores cotas de seguridad y de libertad que la segunda. Superioridad, en primer lugar, del espíritu de consenso en que se funda la Constitución sobre la voluntad de imposición y los sucesivos trágalas de un abertzalismo que últimamente -no sólo en su versión totalitaria- ha difuminado peligrosamente las fronteras entre persuasión y conminación (piénsese en esa brutal alteración de las reglas de juego que se presenta bajo el señuelo del ámbito vasco de decisión, o en esa vuelta de tuerca adicional de una aberrante política lingüística que se trata de hacer pasar ante el público nada menos que como el gran "acuerdo del siglo XXI").
Superioridad de un Estado como el autonómico, política y culturalmente plural e integrador, sobre unos proyectos de construcción nacional que a duras penas intentan disimular sus designios homogeneizadores. A estas alturas hay indicios más que sobrados para presumir que, en contraste con el espíritu de la Constitución -cuyo artículo 14 proclama la igualdad de todos ante la ley, sin acepción de "nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social"-, el programa máximo de los nacionalistas conduciría a la exclusión y al sojuzgamiento de importantes sectores de la población. En este sentido parece razonable inferir que la salvaguardia de los derechos civiles -también en el plano lingüístico y cultural- está mejor garantizada en un Estado plural, heterogéneo y de perfil nacionalista débil como el español, de lo que lo estaría en un eventual Estado vasco cuyos promotores, tan preocupados por distinguir entre buenos y malos vascos, vienen desde hace tiempo rindiendo culto al fetiche monocromático de la identidad colectiva. Por lo demás, la convivencia cotidiana en una nación democrática e internamente diversa como la española, receptora creciente de inmigrantes foráneos, constituye una escuela de cosmopolitismo en un mundo globalizado y mestizo como el que se avecina.
Frente a quienes se empeñan en pensar el Estado como una proyección de la nación étnica, es éste un buen momento para recordar que tal planteamiento ha conducido históricamente repetidas veces a la barbarie. La formación de un Gobierno Vasco como el que se prepara permite vislumbrar, en este sentido, un futuro inquietante de inestabilidad, incertidumbre política e inaceptable presión sobre los ciudadanos constitucionalistas. Serenamente y sin alarmismos pero con toda firmeza hay que subrayar, como lo hacía el Foro Ermua en su última declaración, que uno de los más graves problemas de la sociedad vasca es "el débil asentamiento de la cultura democrática, minada por casi veinte años de hegemonía cultural e institucional del nacionalismo". "Más que cambios institucionales -seguía di-
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anterior ciendo ese comunicado-, la sociedad vasca necesita comportamientos democráticos. Es preciso consolidar entre nosotros el respeto a la discrepancia, a la libertad de expresión, a los derechos de cada individuo y a la ley que los protege, pues ningún proyecto democrático es factible en una sociedad que no acepte el pluralismo". Cuando desde ciertos sectores -aproximadamente los mismos que promueven una falaz campaña publicitaria para dar a entender que la autodeterminación de Euskal Herría es un derecho humano- se achaca a los demócratas vascos disidentes su obstinación en preservar el texto constitucional, se roza el sinsentido. ¿Quién puede reprochar al náufrago que se empeñe en aferrarse a su tabla de salvación? Si en alguna comunidad autónoma la Constitución no se percibe como un texto retórico y acartonado es precisamente en el País Vasco, donde tan a menudo durante estos años su espíritu y su declaración de derechos y libertades han sido ignorados y quebrantados. En estas circunstancias, el valor de la Constitución para los ciudadanos vascos -lejos de cualquier sacralización de un texto que el tiempo transcurrido hubiera ido transformando poco a poco en letra muerta- aparece, tal vez con mayor nitidez que en otras partes de España, como un estimulante proyecto de paz y de libertad todavía en gran medida por realizar.
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