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Arma...cano

De las muchas cuestiones que la última crisis del Golfo ha sacado a la luz hay una que debiera interesar especialmente a los españoles. Y no por su lejana implicación en el conflicto, ni por el interés con que el Gobierno y la opinión sigan sus avatares, sino por lo que tiene de ejemplar, no desde el punto de vista ético o jurídico, sino desde la perspectiva de la política de poder, que sigue siendo capital en las relaciones internacionales. Me refiero al protagonismo británico en el mismo y lo que ello significa.En efecto, Gran Bretaña es una potencia geográfica, demográfica y económicamente mediana que en los últimos cincuenta años ha perdido su antigua hegemonía en todos los campos -desde la investigación científica hasta las finanzas- sin perjuicio de conservar en todos ellos una posición relevante y honorable. Y, sin embargo, Gran Bretaña continúa desempeñando en los foros multilaterales, en las relaciones bilaterales y en el directorio mundial una función de gran potencia y es claro que va a desempeñarla más aún en el próximo concierto europeo. Porque es gran potencia, decía Mosler, aquélla con capacidad para tomar parte activa en la política mundial. Y eso lo demuestra, al hilo de cada crisis, Gran Bretaña.

¿Se debe ello a las relaciones especiales con los Estados Unidos, que los analistas dan por fenecidas cada día y que los hechos de toda laya muestran siempre vivas? ¿O, más bien, a una larga experiencia que no falta quien califique de mera inercia? Lo que me parece más importante destacar es que es el poderío militar el que sigue garantizando a una potencia mediana y regional el rango de gran potencia. Un poderío militar que se concreta en espléndidas fuerzas profesionales, bien entrenadas, equipadas y experimentadas, capaces desde el despliegue rápido hasta el arma nuclear. Algo que supone importantísimas dotaciones presupuestarias -el país que más invierte proporcionalmente en defensa de Europa occidental- y, lo que es más importante, una cultura ciudadana que valora el esfuerzo, no sólo económico sino también humano, que una efectiva política de seguridad requiere. Sin esa capacidad militar, el papel británico en el mundo sería diferente, las relaciones especiales no se nutrirían con la camaradería de armas y el impacto que ello tiene en la opinión pública sería difícil de justificar la presencia en el Consejo de Seguridad y las bazas europeas serían mucho menos importantes que las que está jugando el Gobierno Blair.

Y eso es digno de meditación en España, cuyo protagonismo internacional, al que la geografía y la historia dan mayores bazas que las correspondientes a una potencia de nuestra talla, siempre han estado y están lastradas por una política de seguridad insuficientemente dotada y con escaso apoyo en la ciudadanía. La democracia ha roto, felizmente, el aislamiento internacional, muy anterior al franquismo y del que ya se pagaron penosas consecuencias. Pero una errónea interpretación de la institución militar y de la función de defensa ha llevado a erosionar y marginar lo que un ilustre clásico llamaba el esfuerzo bélico heroico. No en balde España es el país europeo con mayor índice de insumisión y menor aprecio a sus Fuerzas Armadas, donde era usual imputar y aún se imputa al Ejército responsabilidades que le son ajenas, cuando es la más disciplinada y abnegada institución del Estado y se padece la ilusión de que el esfuerzo en seguridad nacional no es políticamente rentable.

Eso lleva a frustrar vocaciones valiosas y desaprovochar capacidades humanas y profesionales importantes -vocaciones y capacidades que brillan en cuanto hay ocasión de ello-. Pero, lo que es más grave, quita a España dos importantísimas bazas. Una, la capacidad de nutrir con dosis razonables de poder su política exterior, rescatándola de la mera retórica, como la cooperación económica ha hecho ya con nuestras relaciones iberoamericanas. Otra, proporcionar un ingrediente de integración ciudadana en la valoración de lo que es la común seguridad y el común interés.

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