La batalla de Teruel
Desde que éramos chicos, diría incluso que desde mucho antes de que supiéramos qué cosa había sido la guerra civil, el nombre de la ciudad de Teruel resonaba en mis oídos y en el de mis hermanos con un timbre que era a un tiempo triste y épico, cada vez que a nuestro padre en algún momento de la cena de Nochebuena le asaltaban recuerdos de otra Nochebuena lejana, frente a la ciudad sitiada de Teruel, en el más crudo y cruel invierno de la historia contemporánea española, el de 1937. Allí, él, en compañía de más de doscientos mil hombres, repartidos en los dos bandos, no siempre bien pertrechados y con una moral de combate mermada para una de las más sangrientas, inútiles y absurdas batallas de la guerra, puesto que lo que disputaban no era aquella plaza de escaso valor estratégico, sino la gloria efímera de conquistarla, allí, frente a la vieja ciudad de Teruel, pasó mi padre unas navidades que estaban llamadas a llenar de algún modo todas las sucesivas navidades de su vida.
Desde que soy niño recuerdo cómo él, que raramente le gustaba recordar episodios bélicos, y si los recordaba pasaba sobre ellos con indisimulada impaciencia y agitación, en algún momento de nuestras nochebuenas se quedaba callado mientras los demás se guían con sus animadas conversaciones, y permanecía en silencio algunos minutos. Conocíamos bien esas ausencias, hasta que, como si hablara consigo mismo, rompía su ensimismamiento con unas palabras que solían ser siempre las mismas...: "Tal noche como ésta, hace ahora... ¿cuánto tiempo hace?", y le preguntaba a mi madre cuántos años hacía ya de aquel remotísimo 1937, como si no quisiese él mismo interrumpir con una vulgar resta la intensidad sagrada de aquellos íntimos recuerdos. Cada Nochebuena íbamos añadiendo, pues, un año a aquella fecha.
Cesaban nuestras risas, nuestra charla, y el silencio se adueñaba de la reunión. Ya lo sabíamos todos. Era para mi padre como un violento e imparable drenaje de los negros humores de la melancolía, represados durante todo el año y liberados en aquel 24 de diciembre.
En el relato aparecía siempre él en aquella noche oscura, metido en las trincheras que habían practicado en las nevadas estepas aragonesas. Al amparo del calor de nuestra casa, como en uno de esos relatos dickensianos, recordaba en primer término el frío y aquella nevada deI 22 de diciembre que sumió a Teruel y a su provincia en un silencio sobrehumano.
En cierto modo, era también una nevada que nos alcanzaba a cada uno de nosotros y una soledad que hacía que valorásemos el que estuviéramos todos juntos celebrando la Navidad. Recordaba también que no tenía botas. Había tenido unas, muy buenas, pero se las había prestado a un amigo para una misión. Al amigo, enlace como él, lo mataron ese mismo día, y mi padre se quedó al mismo tiempo sin botas y sin amigo. Estaba en alpargatas y hacía 18 grados bajo cero. Recordaba también que aquella noche los de uno y otro bando acordaron en su sector una tregua para celebrar la Nochebuena.
Con los años he llegado a saber mucho de aquella batalla en la que mi padre participó con la Segunda Bandera de Falange de León, agregada a un tabor de Regulares. Sin embargo, jamás relató personalmente las sangrientas refriegas en las que participó por esos días en Caudé, en la loma del cerro Gordo, y las que siguieron en las inmediaciones del cementerio de Teruel. Ni siquiera se refería a las ideas que lo habían llevado allí. No hablaba de los miles de muertos que hubo por uno y otro lado, ni de lo absurdo de aquella batalla por una vieja ciudad levítica de 13.000 almas, que en dos meses fue de nacionales, republicanos, y finalmente, otra vez de los nacionales. Jamás le oímos que hablase de Aranda ni de García Valiño ni de Yagüe, que mandaban los cuerpos de ejército de Franco, ni de Rojo ni de Hernández Saravia, que mandaban las divisiones republicanas. Para mi padre, durante nuestras nochebuenas, sólo contaban sus nítidos recuerdos de dolor y alegría, y si acaso, tal o cual amigo, casi siempre paisano suyo. Se acordaba todavía de lo que les dieron de cenar aquella noche, un poco de turrón, un puñado de uvas pasas, seis peladillas por hombre y una botella de coñac para cada dos. Se hubiera dicho que eran unos recuerdos ambiguos los suyos, y tenían de dolorosos lo que tenían de celebrativos, el dolor de recordar a los que habían caído y la celebración de la vida para los que, como él, habían logrado escapar de aquel infierno, aunque no tan indemnes, como saltaba a la vista, puesto que año tras año volvía, en su caso, a aquel Gólgota suyo particular.
Ni un sola Nochebuena dejó de recordar aquella otra de 1937, hasta el punto de que si por alguna razón tardaba en aparecer ese recuerdo, éramos nosotros, sus hijos, o sus nietos, los que le reclamábamos medio en broma que volviese a relatar cómo llegaron al teatro de operaciones turolense desde Logroño, y todo lo demás, porque sabíamos que aquel recuerdo, en los momentos felices en los que tenía a toda su numerosa familia alrededor le servía para resarcirse de un pasado tan penoso.
Algo debió de sucederle aquel invierno atroz en Teruel que no le sucedió en ningunos otros de los frentes donde estuvo ni en ninguna de las batallas en las que intervino, no menos sanguinarias, ni en la toma de Asturias ni en la del Ebro, donde fue herido...
Hace dos meses estuve por primera vez en mi vida en Teruel. Es una ciudad pequeña, vieja, con calles torcidas y dos hermosas torres mudéjares de ladrillo y azulejos. En cierto modo, debe parecerse todavía mucho a aquella otra. El azote de frío que padece a menudo es aún el mismo. Las plazuelas siguen estando un poco descuadradas, con soportales angostos y sombríos.
Era, en realidad, como si uno, que no había nacido en 1937, volviera después de muchos años a una pequeña patria. Pedí que me llevaran al cerro Gordo, al cementerio, a las cotas cercanas, crucé el viaducto que defendieron heroicos republicanos y estuve en el seminario que sirvió a los militares nacionales para una no menos numantina e inútil resistencia.
Me regalaron allí un folleto sobre la batalla de Teruel escrito por Tuñón de Lara. Es un poco confuso todo lo que cuenta en él, pero está lleno de fotografías estremecedoras de aquellos días, combatientes de uno y otro bando abrigados con sus capotes, demacrados, con la mirada febril de los condenados a muerte. La mayoría, con los dedos crispados y arrecidos por el frío, ni siquiera podía hacer uso del fusil; el fiador del seguro de las bombas de mano debían quitarlo los soldados con los dientes, y muchos disparaban ráfagas de sus ametralladoras "para calentarse luego las manos ateridas en el tubo caliente". Hay escenas horribles. Se ve en esas fotos una ciudad reducida a escombros, casas tiradas abajo, vi gas y maderas erizando los cascotes, muertos en las calles. En una sale un miliciano que se sirve de un caballo muerto para parapetarse y disparar su arma, entre cadáveres de bestias y de hombres. El hecho de que se les vea enfrente de la plaza de toros hace que recuerde esa escena una de las que pintó Regoyos para La España negra. Fui mirándolas detenidamente. Buscaba quizás entre aquellos hombres paralizados en su blanco y negro, sin saberlo, a mi padre, porque lo curioso es que todos se le parecían mucho, de uno otro bando.
Le telefoneé desde el hotel. Hablamos una vez más de aquello. Fue entonces cuando me confesó un detalle que tal vez para él no tenía ningún valor; pero que a mí me pareció sorprendente y simbólico: jamás había entrado en Teruel. Nunca llegó a pisar las calles de aquel pueblo ni ver de cerca las ruinas por las que se había jugado la vida. Una vez rendida, la entrada en la plaza les fue encomendada a las Divisiones de Aranda. Su bandera recibió la orden de seguir hacia las minas de Utrilla, camino de Castellón. En realidad comprobé que no le interesaba demasiado saber cómo era esa ciudad.
Para él Teruel era otra cosa, una larga y nevada noche que pasó lejos de casa pensando en la muerte, y quizás el lugar donde alguien disparó sobre su memoria una bala certera que le volvió más taciturno todavía.
Uno o dos días después hablé con el responsable de estas páginas de opinión y le pedí me reservara, si era posible, ésta del día veinticuatro, para escribir en ella un pequeño relato de la Batalla de Teruel. Me pareció que seria un bonito regalo de Navidad.
Lo que no sabíamos ninguno entonces es que mi padre iba a morir de un modo inesperado y subitáneo dos semanas más tarde. Si antes le parecía a uno que había en toda la historia algo significativo y simbólico, en ese luchar por una ciudad inalcanzable, ahora esa misma historia se ha vuelto misteriosa, pues es este año justamente en el que él, por primera vez, no podrá relatarnos cómo una noche, tal día como hoy, estaba a cientos de kilómetros de su pueblo, ofreciendo su vida por algo que sesenta años después no tenía muy claro que hubiera servido para nada. Le quedaban, en cambio, los pequeños detalles, los que jamás olvidó, la nieve en las trincheras, la luna sobre los fríos campos de Teruel, la fantasmagórica ciudad, cercana y a lo lejos, sus tristes alpargatas, el trozo de turrón, y todas las otras nochebuenas que sobrevivió para hacernos entrega de esta historia, como imagen de lo mejor de sí mismo, su propia bondad y lealtad al mismo tiempo, y diríase además que lo hizo durante todos estos años para poder dar fe de una guerra que también a él, pese a haberla ganado, le destrozó sin saberlo para siempre.
Andrés Trapiello es escritor.
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