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Tribuna
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La reciedumbre del valor y el sacrificio al servicio del arte

Torero de leyenda, torero de época, figura indiscutible, artista genial... Todo esto se ha dicho -y más que se dirá-, del maestro Antonio Ordóñez, muerto en Sevilla hace dos días. Y es cierto. Pero lo que significó en el toreo, principalmente en las décadas de los años cincuenta y sesenta, su condición de líder, epígono del arte, le exigieron un cúmulo de sacrificios que sólo se podrían entender en un hombre de abnegada reciedumbre, entregado al sentido profundo y a la liturgia de la profesión que había elegido.De casta le venía el toreo: su padre fue el famoso Niño de la Palma; su hermano mayor, Cayetano, traía una torería de primer orden. Él mismo causó asombro cuando arribó novillero al planeta de los toros. La forma de torear que allegaba había de venir del magisterio de los toreros antiguos; de quienes entregaron a la fiesta lo mejor de sí mismos antes y después de la guerra fraticida; del canon de la tauromaquia, entendido no como dogma sino como recreación del arte basada en la técnica dominadora y el riesgo que conlleva ejecutarla.

El éxito de su debú en Madrid -alboreaba la década de los cincuenta- determinó toda la carrera de Antonio Ordóñez. Aquel toreo fue referencia permanente para calibrar los lógicos altibajos que tuvo hasta la retirada definitiva dos décadas después.

El juicio crítico de los aficionados solventes se crispaba cuando a Antonio Ordóñez le daba por derivar a lo que ya entonces llamaban "toreo moderno"; es decir, esa manera de trazar los pases sin hilvanarlos, esa argucia de aliviarse descargando la suerte; esa ficción del arte adoptando posturas aflamencadas.

La moda de poner la mano que no torea en la actitud propia de quien acomete el cante, la impuso Antonio Ordóñez y no fue en absoluto pasajera. Paco Camino le imitó presto, siguieron el ejemplo otros diestros, y hoy, transcurrido casi medio siglo, es norma entre las figuras del toreo y entre quienes pretenden serlo.

Es cuanto pudieron imitar de Antonio Ordóñez; ese aspecto colateral y anecdótico -tan criticado en su día- pues su torería innata era inimitable.

Estaba, por encima de todo, el valor. Alguien reparó, de súbito, que en aquel torero tan dotado para el arte había un impresionante fondo de valentía. Ahí estaba la evidencia de sus frecuentes percances -quizá fuera el torero de la época más castigado por los toros-, que nunca le arredraron. No había falta de técnica.Era, sencillamente, que los toros cogen y cuando se torea con hondura y sentimiento la cornada acaba siendo inevitable.

Buena parte de esas cogidas le sobrevinieron toreando a la verónica. De esta suerte -que, con la del natural, es el fundamento del toreo- hacía auténticas recreaciones y no tuvo parangón.

Decían los viejos aficionados que puestos juntos Curro Puya, Cagancho y Antonio Ordóñez en el toreo de capa, no se sabría a quién elegir.

La esencia del toreo de Curro Puya y de Cagancho -estilistas máximos de la verónica- seguramente iba implícita en el estilo de Ordóñez, que presentaba el capote, mecía el lance y lo ligaba con la gracia alada que sólo está al alcance de quienes han podido penetrar en la magia del toreo.

El propio maestro manifestó que la verónica era su fuerte. Nos lo comentó en cierta ocasión, con un matiz: "Es cuando toreo más a gusto pues siento que la ejecución de ese lance compendia todo el arte de torear".

También fue sublime con la muleta. Hay faenas de Antonio Ordóñez memorables, y uno tiene en el recuerdo la categoría, a su vez enciplopédica e inspirada, de la que le cuajó a un Pablo Romero en Madrid allá por la década de los sesenta. Pero la grandeza surgía siempre en los detalles. Había momentos; rasgos de genialidad en una determinada tanda, la hondura de sus pases de pecho, la majeza de las trincherillas, el aroma de los abaniqueos y de los adornos, la solemnidad y la gracia para irse toreramente de la cara del toro.

Antonio Ordóñez fue coetáneo de toreros tremendistas que gozaron de enorme popularidad -desde Litri a El Cordobés, con quien nunca alternó, pasando por Chamaco- y ya podían estos alborotar los cosos con sus alardes, que ninguno asumía tanto riesgo ni desplegaba tanto valor como Ordóñez en la interpretación relajada de las suertes. Y la competencia resultaba imposible.

Sus competidores eran los toreros ortodoxos, también auténticos genios, como Pepe Luis Vázquez, en su reaparición: Antonio Bienvenida, Rafael Ortega y algunos más, artífices todos de la tauromaquia excelsa.

Luis Miguel Dominguín, su cuñado, fue otro competidor, no se sabe si real o concertado para la mejor administración de ambos diestros. Entabló entonces amistad con ellos Ernest Hemingway, que relató en su Verano sangriento los azares de una temporada en la que los dos sufrieron serios percances y volvían recrecidos a los ruedos. La cobertura literaria tenía este fondo de dramática realidad, y expandió a universal la fama de los toreros, pero también supuso un motivo de admiración y engrandecimiento de la fiesta de los toros.

Antonio Ordóñez, torero de toreros y figura indiscutible de éste último medio siglo, no ha entrado con la muerte al Olimpo de los mitos. Lo era ya en vida. Era, y seguirá siendo, paradigma del arte de torear.

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