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El terror del ayuno

Uno de los libros más llamativos de 1998 en EEUU ha sido uno titulado Wasted, que significa a la vez, devastado, asolado, demacrado, enflaquecido, malgastado. Casi todos los atributos que conlleva la anorexia. Cuando su autora, Marya Honrbacher, entregó el manuscrito a la editorial Harper Collins, pesaba algo más de 45 kilos y su altura era 1,57 centímetros. No podía decirse, sin embargo, que se encontrara del todo mal. Incluso confiesa que se hallaba en uno de sus mejores momentos. En los peores tiempos de la enfermedad había llegado a pesar 23,5 kilos y su altura no pasaba de 1,50. Los anoréxicos llegan a perder por efecto del ayuno hasta el 40% de la masa ósea y la abstinencia acaba devorando el mismo tamaño de las vértebras. Podría parecer que horrores así disuadieran drásticamente de seguir ayunando, pero el ayuno produce unos efectos bioqímicos que desencadenan adicción. La hipersensibilidad al tacto y al sabor, la extraña lucidez que afluye, la sensación de poder que acompaña al dominio del hambre, empujan a un círculo tan difícil de romper como el de las drogas. De hecho, el anoréxico necesita cada vez ayunar más para lograr los efectos extraordinarios que esa extrema negación le procura y que él o ella (ella en un 9O% de los casos) aprecian como manifestación de su autonomía. Los demás necesitan comer pero yo no, se dice el anárquico. Los otros son víctimas de deseos elementales mientras yo he traspasado en parte esa frontera.Como la inmensa mayoría de los enfermos son adolescentes y su porcentaje no deja de crecer, la explicación más común de la extensión del problema es la que relaciona estos trastornos alimenticios con el imperativo de la moda. Efectivamente cada vez se censan más chicos atrapados en este mal pero las chicas siguen siendo, tanto por su mayor vulnerabilidad a las propuestas de belleza como por la mayor emulación entre ellas, las primeras afectadas. Estudios británicos han agregado a éstas pulsiones sociales, posibles defectos en el riego cerebral, y científicos norteamericanos creen en una relativa determinación genética. Los psicólogos dicen ver repetido un concreto modelo de relación madre-hija que fomentaría el desenlace en la bulimia o la anorexia.

La persona bulímica puede comer horas, hozar en la basura empujada por su ansiedad, acabar con una nevera repleta. Su recurso para no ganar peso es tomar laxantes y diuréticos, provocarse vómitos. Hornbacher cuenta que entre los ocho y los 23 años pasó de la bulimia a la anorexia y en la fase de bulimia se le llegaban a despellejar y formar callos en los dedos que introducía en su garganta. La bulímica vomita con asiduidad cuanto come y acostumbra a ingerir en primer lugar algunos alimentos coloreados, como los Doritos, para verificar cuando ve aparecer ese color en su vómito que ha vaciado por completo. Con todo, la persona bulímica gana peso y, hastiada también de sus atracones, es fácil que gire hacia la anorexia, lo que estimará siempre una decisión de categoría superior, capaz de dignificarla o, como dice la misma Marya, independizarla, hacerla libre, salvarla...

Salvarla del débito de comer y de necesitar algo del exterior, incluido el sexo. La anoréxica (o el anoréxico) se contempla ante el espejo y se complace en la visión de su osamenta. No llega a considerarse atractiva o hermosa, puesto que es capaz de detectar su mirada envejecida y su perfil fúnebre; pero es difícil, incluso así, que rompa las ataduras de su condena. Hasta hace unos 30 años la anorexia era considerada una curiosidad científica, con los casos célebres de Simone Weil o Catalina de Siena, que murieron por su causa. La emperatriz Sissi fue anoréxica, Ladi Di fue anoréxica. El morbo de este trastorno ha animado a muchachas de Occidente a partir sobre todo de los años 80. Será bueno para muchas leer el próximo año el libro de Hornbacher, en Mondadori, para calibrar el tamaño de la amenaza.

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