Lo que no cesa
1939, fin de la guerra civil; 1959, nacimiento de ETA; 1979, Estatuto de Gernika. ¿Será 1999 el año del cese definitivo de la violencia en Euskadi? Así lo tiene pronosticado Luis Alberto Aranberri, Amatiño, primer director de la televisión vasca y columnista de Deia. Sin otro argumento que "la magia de los números" -los acontecimientos importantes para Euskadi ocurren cada 20 años y siempre en los terminados en 9-, Amatiño ha escrito varios artículos, el primero en 1983, apostando por la disolución de ETA en 1999. Ojalá acierte. Habría llegado entonces la hora del perdón y la reconciliación, que, como ha escrito el obispo Setién en su última pastoral, "han de estar sostenidos por la verdad". Pero es difícil seguirle cuando añade que la voluntad de evitar la repetición de los sucesos que "todos lamentamos" incluye el compromiso de "eliminar las causas o situaciones socio-políticas que, de hecho, han ayudado a provocarlos". Si la reconciliación pasa por la verdad, hay que decírsela en primer lugar a los causantes de esos sucesos: decirles que no existe ninguna situación social o política capaz de justificar el dolor que han sembrado. De todas las palabras que no cesan de no decirse en Euskadi, ésas serían ahora las más necesarias.Con motivo del asesinato de Aitor Zabaleta, el seguidor de La Real apuñalado en Madrid por miembros de un grupo ultra, se han recordado algunos rasgos de esa violencia gregaria que busca la autoafirmación mediante la intimidación y que no necesita razones para agredir al percibido como "otro"; como vasco, por ejemplo. También se ha reprochado a presidentes de clubs y otras personas influyentes enardecer a sus ultras juveniles con declaraciones incendiarias, y lamentar luego las desgracias provocadas por "esa gentuza". Es raro, sin embargo, que nadie haya reparado en el paralelismo entre tales grupos y los que desde hace años acosan y agreden en Euskadi a la gente por motivos como portar un lazo azul, ser concejales de un partido diferente al suyo o manifestarse contra los secuestros. Es decir, por ser malos vascos. No sólo son similares la retórica y ademanes militares, sino también la comprensión que encuentran -hasta que la desgracia les roza- en personas adultas con mentalidad infantil.
El mismo día que se celebraba en San Sebastián el funeral por Aitor Zabaleta se cumplían tres años del asesinato en Itsasondo, Guipúzcoa, de dos ertzainas a manos de Mikel Otegi, destacado miembro de la movida abertzale juvenil. Dos días después del crimen, el entonces portavoz de HB culpaba del mismo a Atutxa y anunciaba que su formación había decidido "arropar" a Otegi por entender que "la juventud tiene motivos para rebelarse". Tres meses después, un jurado declaraba "no culpable" a Otegi, el cual se daba a la fuga antes de ser juzgado de nuevo.
Alguien que mata a dos personas, y que confiesa su crimen, se encuentra con que no hay condena judicial, y tampoco moral: la culpa es de Atutxa, del sistema, de los otros. Sólo faltaba -pero no hubo ocasión- algún obispo calificándole de "preso político" (es decir, de conciencia: movido por una causa discutible pero noble). ¿Serán conscientes esas personas del daño irreparable que han causado a tantos Otegis sumidos en la confusión de la deuda imposible de pagar, incapaces de saber si alguna vez podrán perdonarse a sí mismos? El principio de verdad implica la reconciliación con la realidad: reconocer el mal causado, saber que los actos tienen consecuencias, que las víctimas no se van a levantar cuando se dé por finalizado el juego decretando una tregua. Y que no basta escribir en un papel simplezas como que "quien niega la autodeterminación impone la violencia" para justificar tanto dolor injustamente causado.
Se asombraba Schumpeter al comprobar que personas competentes en otros terrenos se volvían pueriles al hablar de política. Desde luego, en Euskadi hay muchos profesores, periodistas, diputados, obispos, futbolistas que, cuando hablan de política, son tan simples como ciertos presidentes de club. Con el agravante de que en Euskadi siempre hay alguien dispuesto a traducir las palabras en actos.
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