La Agencia Tributaria, ¿punto final o punto y aparte?
El autor sostiene que hay que mejorar el funcionamiento de la Agencia Tributaria, que necesita, a su juicio, un vigoroso y decidido punto y aparte
Hasta un lector desatento de la prensa habrá quedado sorprendido por el diluvio de noticias, no precisamente buenas, que de un tiempo a esta parte tienen como diana a la Agencia Estatal de Administración Tributaria. Mala cosa para la bienandanza política del país y la tranquilidad de los ciudadanos españoles, que coinciden en pedir a este organismo rigor, discreción y buen trabajo silencioso. La situación ha llegado a tal extremo que el Congreso de los Diputados y el Senado se han visto obligados a intervenir en reiteradas ocasiones a lo largo de las últimas fechas. Destacan en este sentido los acuerdos relativos a que el Gobierno elabore un estatuto orgánico de la Agencia y a que de modo casi inmediato proceda a la formulación general ante las Cámaras parlamentarias de las directrices y objetivos del citado organismo.Ante tamaño panorama, el paso que tiene por delante la pluma le puede llevar por dos caminos. Puede enzarzarse en poner de relieve con firmes destellos las deficiencias que emborronan la situación actual de la Agencia, en la que ni mucho menos todo es malo, particularmente el, como muy regla general, elevado nivel profesional de los funcionarios que trabajan allí, o, por el contrario, puede pasar esta página, con tan frecuente huella en los medios de comunicación social, y posar la mirada en el horizonte, en lo que ha de nacer por mandato legislativo. Opto por esta última posibilidad, sin perjuicio de que sean inevitables referencias a lo que hoy es.
La Agencia llegó al mundo jurídico con mal pie. La Ley de Presupuestos Generales del Estado para 1991 no era el lugar adecuado para la regulación de tan importante entidad pública, incorporada como gran novedad, por otro lado, a nuestro ordenamiento jurídico en aquellas fechas. Medió mucha precipitación y, por encima de todo, falta de una visión completa e integrada de lo que aquel trance suponía; la normativa subsiguiente de desarrollo, ayuna de cimiento firme, ha sido más remiendo que otra cosa. Por ello, la decisión parlamentaria de que el Gobierno elabore a la máxima celeridad un estatuto orgánico de la Agencia es, a mi juicio, muy acertada. En tal sentido, la futura disposición tendría que abordar los principios rectores, la naturaleza, las funciones, la organización, la participación, el control, los procedimientos y modos de actuación y el régimen económico de la entidad; habría de contar, a la postre, con un objeto amplio para ofrecer así una respuesta global a lo que debe ser la Agencia del futuro.
Repárese, por otro lado, que tanto los textos aprobados en sede parlamentaria como las reflexiones que plasmo en estas líneas hablan siempre de la Agencia, no de su supresión o sustitución por una organización distinta. Se opta, pues, con relación a este organismo por un punto y aparte y no por un punto final, solución hoy la más aconsejable a la luz de la realidad que circunda.
La Agencia fue concebida para dotar de cierta autonomía en el seno de las Administraciones públicas al desarrollo de la función tributaria. El tiempo, sin embargo, ha producido aquí un efecto perverso: su autonomía funcional es hoy casi nula y, por contraposición, ha caído en un aislamiento respecto de la sociedad, sus órganos representativos y hasta del propio Ministerio de Economía y Hacienda. El resultado, según mi visión, ha sido en estos años malo y contradictorio: la autonomía funcional recortada y un cierto complejo de isla funcional creciente. Visto lo cual, creo que tanto la fijación de los objetivos que rijan el desempeño de sus funciones como la estructura de la Agencia deben orearse. En efecto, dentro de la sociedad y Estado contemporáneos el establecimiento en lo sustancial de los objetivos de la Agencia, del modo como ha de cumplirlos y el ejercicio de su control es de tal importancia que no puede agotarse sólo en la propia Agencia, ni el Ministerio de Economía y Hacienda y ni hasta en el Gobierno; las Cortes Generales deben tener también intervención en todo ello. La experiencia estadounidense (por cierto, con algunos puntos en común con la actual española, por lo que debe ser estudiada con atención) que ha desembocado en la reciente Ley de reforma del Internal Revenue Service (IRS) ha puesto de relieve la necesidad de parlamentarizar en cierto grado la fijación de los objetivos de la Agencia. Considero, en suma, que la Comisión parlamentaria adecuada debería conocer y debatir anualmente y en lo básico los objetivos de la Agencia y la forma como alcanzarlos, para después controlar, también con cadencia anual, su cumplimiento.
Uno de los mayores males que aquejan a la Agencia es la falta de estabilidad de sus directivos, particularmente del director general. Estamos ante un problema de difícil solución, aunque algún paso en beneficio de la permanencia de tan cambiante figura tendrá que dar el estatuto orgánico por venir. No obstante, estimo que la pieza clave de tal estabilidad, así como del oreamiento al que aludía antes y del control permanente de la Agencia habría de ser un órgano colegiado que, a semejanza del Consejo Superior norteamericano (Oversight Board), y con equilibrada presencia de las distintas Administraciones interesadas y con representación de los contribuyentes, colabore en el logro de tales metas. Considero, en definitiva, que la creación de un órgano más o menos como el bosquejado es capital en la arquitectura de la Agencia futura.
No quiero dar la espalda al espinoso tema de la estructura unitaria o dividida de la Agencia, fruto de su posible transferencia parcial o no a las comunidades autónomas. Creo que desde el punto de vista de la racionalidad técnica y del principio de igualdad en la aplicación de los tributos no cabe duda: su estructura debe ser unitaria. Sin embargo, no puede negarse que gestiona intereses de las comunidades autónomas, por lo que es aconsejable disertar algún tipo de presencia efectiva de éstas en la Agencia. El órgano al que me refería en el párrafo anterior, debidamente estructurado y con sus funciones potenciadas, podría constituir el cauce para satisfacer tal presencia.
La reforma que se avecina no puede, en mi limitado parecer, olvidarse a su vez de una reconsideración de las funciones de la Agencia. Sorprende el creciente número de tareas variopintas en las que, tanto en la esfera judicial como en la administrativa, este organismo se ve enfrascado, en perjuicio a la postre de sus cometidos fundamentales. Creo que hay que aligerar esta carga para ceñir la tarea al cumplimiento de la función tributaria en sentido propio con atención esmerada al contribuyente, extremo éste cimero al que aludiré más adelante.
Es importante, por otra parte, que el próximo estatuto orgánico fortalezca la integración efectiva de los distintos departamentos en los que se estructura la propia Agencia y a la postre el principio de unidad de dirección. El complejo de isla que mencioné líneas atrás ha calado hasta tal extremo que a veces aquéllos se convierten prácticamente en comportamientos estancos que "hacen la guerra" por su cuenta, de lo que suele ser padecedor el contribuyente.
No puedo ocultar que la experiencia dentro y fuera de la Administración tributaria me ha demostrado que más a menudo el gran olvidado en los esquemas organizativos y procedimentales de la Agencia es el contribuyente. Si se celebraran en las Cortes Generales las comparecencias de afectados que tuvieron lugar en el Senado estadounidense en septiembre de 1997 al hilo de la materia que nos ocupa, la sorpresa desfavorable sería, sospecho, aguda. Creo que en las relaciones de la Agencia con el contribuyente prevalece por desgracia, y a pesar de los esfuerzos de la reciente Ley de Derechos y Garantías del Contribuyente, la idea de que más que ante un "cliente" al que hay que prestar un servicio adecuado aquélla se enfrenta a un defraudador, al menos potencial.
Ésta es una grave deficiencia a cuyo atajo el prometido estatuto orgánico ha de salir vigorosamente. Entre otras medidas, a mi juicio, contribuirían a restañar tal situación: el cambio imprescindible en la mentalidad actual de la Hacienda pública, el favorecimiento de un trabajo basado en la calidad y la selección más que en la cantidad y el trompicamiento, la no aplicación de procedimientos propios de lo selectivo a situaciones masificadas, la supervisión del trabajo informático sin dejar que las máquinas tengan la última palabra, y la implantación paulatina de una organización, inspirada en el modelo norteamericano puesto en pie muy recientemente, en la que comiencen a prevalecer criterios subjetivos, de creación de unidades especializadas según los distintos tipos de contribuyentes.
Por último, y a vuelapluma, considero que debería trazarse con nueva planta la figura del Defensor del Contribuyente, en la que una mayor potenciación y la remisión de un informe anual sobre lo que le compete a la Comisión parlamentaria pertinente fueran aspectos fundamentales.
El estatuto que se anuncia tendría, por fin, que resolver de una forma consensuada y garantizadora de su normal funcionamiento el problema funcionarial que atenaza a la Agencia. Confieso que en este punto no me encuentro en condiciones de opinar con el debido fundamento. Sólo quiero subrayar, pues, la necesidad insoslayable de que los funcionarios hacendísticos cuenten con una adecuada especialización en la materia, extremo garantizado en los escalones superiores y medios pero no en los inferiores, y que los ciudadanos tenemos el derecho a reclamar de nuestros políticos, parlamentarios y en el Gobierno, que con ocasión del estatuto que anuncian se resuelva de una vez por todas tan delicado problema.
En palabras muy concisas y conclusivas, la Agencia Estatal de Administración Tributaria necesita un vigoroso y decidido punto y aparte. El estatuto futuro debe ponerlo; la situación no permite muchos aplazamientos de algo, en mi opinión, tan necesario.
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