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Muti dirige en La Scala de Milán un electrizante 'Ocaso de los dioses'

El espectáculo musical más importante de Italia arranca con una protesta ecologista

La tenacidad de Riccardo Muti ha tenido su recompensa. Diez minutos de aclamaciones culminaron la representación de El ocaso de los dioses, ópera con la que se inauguró el lunes la temporada 1998-1999 de La Scala de Milán, en cuya entrada las elegantes invitadas fueron recibidas por una manifestación ecologista antivisones. Con El ocaso... Muti completa su brillante tetralogía wagneriana. No ha sido un camino de rosas. El oro del Rin se ofreció en versión de concierto por una huelga, y las primeras jornadas de El anillo tuvieron un equipo teatral diferente al de El ocaso.

La locura wagneriana se ha apoderado de los principales cabezas de serie de la dirección musical italiana. Claudio Abbado ya hizo un mágico Lohengrin con Strehler en La Scala en 1981, y ahora acaba de rodar orquestalmente en Berlín Tristán e Isolda, plato fuerte del próximo Festival de Pascua de Salzburgo, con escenografía del pintor español Eduardo Arroyo. Sinopoli va a dirigir en el año 2000 el nuevo Anillo del Nibelungo de Bayreuth, después de haberse curtido en la verde colina con Parsifal y familiarizado en Dresde con la densidad del sonido alemán. Chailly, el más prudente hasta ahora en estos forcejeos, dejó en Madrid las dos últimas temporadas de Ibermúsica el sello de su magnífico hacer wagneriano en programas que incluían actos o fragmentos marciales de La Walkyria o El ocaso de los dioses. Muti, en fin, acaba de terminar El anillo.Riccardo Muti tardó en centrarse en El ocaso de los dioses. Su concepto, en cualquier caso, era claro: por encima de todo transparencia, ligereza de sonido, ausencia de retórica, nitidez en los concisos motivos musicales. Faltó en la primera hora y media del primer acto misterio, ritual y magia. La escena de Waltraute y Brunilda desbarató las últimas precauciones. Se estaba pasando de lo musicalmente correcto a lo dramáticamente intenso. El segundo acto -el más complejo y lingüísticamente moderno de toda la tetralogía- fue brillante, sensacional. Y el tercero no le fue a la zaga en instinto dramático, pasión y espectacularidad. Muti estaba haciendo realidad su sueño wagneriano y, de paso, obtenía un triunfo excepcional con El ocaso, con la sombra de Toscanini al fondo.

La cantante más completa de la noche fue Waltraud Meier. No creo que esto sorprenda a casi nadie. Su personaje, Waltraute, tiene únicamente una escena, pero cómo la canta Meier, con qué magnetismo, lanzando cada sílaba incontenible al aire con una musicalidad fuera de lo explicable. Jane Eaglen hizo una Brunilda de afectos más humanistas que heroicos. Es una cantante segura, dulce. Llena a su personaje de piedad, encarna a las mil maravillas la idea de redención por el amor, pero le falta quizá un poco de peso (sonoro, no físico, por supuesto), una dicción un punto más agresiva. Kurt Rydl fue un Hagen poderoso, rotundo, de una pieza, sin claroscuros, y Wolfgang Schmidt encarnó las insuficiencias actuales del tenor heroico wagneriano (fue el único que se llevó una buena dosis de abucheos). El resto del elenco cumplió con corrección, lo cual no es poco. Los cuerpos estables de La Scala -coro y orquesta- respondieron con flexibilidad y pulcritud a las indicaciones de la batuta.

El director de escena griego Yannis Kokkos ha planteado escénicamente El ocaso de los dioses en una triple dimensión: el retorno a la naturaleza (y en particular al bosque), la continuidad con la tragedia griega y una mirada cósmica para resolver la perdurabilidad del drama. Los tres aspectos se interrelacionan y cuentan para su realización con una plataforma corpórea móvil circular y unos diseños virtuales por computador que se superponen y deslizan sobre unos fondos escénicos de corte tradicional. La sensación de movimiento se concibe desde el estatismo físico de los personajes y las secuencias de las proyecciones. Predominan los colores oscuros, los grandes nubarrones grises, pero no faltan destellos de rojos encendidos o verdes amenazantes.

El espacio se deja, en cualquier caso, fundamentalmente a la música. No hay lecturas posindustriales, ni parábolas políticas, ni psicoanalistas, ni en clave de cómic. Es el drama musical el que prevalece, atemporal, como el vestuario, pero con un pie en el XIX romántico: un caballo blanco por el fondo de la escena tras la muerte de Sigfrido; un toque carmín de intenso atardecer en la roca de la Walkyria. El exceso de concisión puede inducir a cierta sensación de frialdad. ¿Una vuelta a Wieland Wagner con toques galácticos? Es posible. En cualquier caso, la aparente simplicidad no impide una lectura plástica moderna, una evidente mirada a Esquilo (y en menor medida a Shakespeare) y un final abierto a la esperanza con la abstracción humanista como recurso teatral.

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