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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Hace 20 años

HAN PASADO 20 años desde el referéndum de aprobación de la Constitución. Los valores que proclama y principios que defiende, entonces novedad sometida a controversia, han entrado a formar parte del acervo compartido: son ya cultura. De los aspectos que hace dos décadas fueron objeto de discusión, y razón de la reticencia o el rechazo de sectores críticos, algunos se han desvanecido y otros más bien lo contrario.Así, la incógnita sobre si la cuestión religiosa, que había sido decisiva en las discusiones de los años treinta, volvería a dividir a los españoles se resolvió rápidamente: no había causa. Tampoco la hubo, especialmente tras el intento golpista del 23-F, respecto a la forma de Estado: la Monarquía parlamentaria fue aceptada con pragmatismo por un país en el que hay pocos monárquicos. La cuestión militar no ocupó el lugar central que tuvo en el primer tercio del siglo, aunque algunos sectores, especialmente nacionalistas, han cuestionado a posteriori las misiones que el artículo 8 atribuye a las Fuerzas Armadas: garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Reticencia infundada: casi todas las constituciones democráticas definen la misión de sus ejércitos en términos similares. Son los regímenes no constitucionales, autoritarios, los que consideran que la tarea fundamental de sus Fuerzas Armadas es el control del orden público interior, y no la defensa de la integridad territorial frente a eventuales agresiones exteriores.

El modelo de sociedad fue otro tema que motivó rechazos hace 20 años. Desde sectores radicales se reprochaba al texto consagrar la economía de mercado, lo que se consideraba sectario. La evolución histórica, y en particular el derrumbe del sistema soviético, dejó sin mucho sentido esa discusión. La victoria y largo mandato de los socialistas fue la prueba de que no era una Constitución sólo apta para que gobernase la derecha.

El debate que no ha cesado es el del modelo de Estado. Si comparamos con los efectos dramáticos que en otros procesos de transición ha tenido la cuestión territorial, el resultado puede considerarse positivo: ha seguido habiendo conflictos con los nacionalistas y el sistema sigue sin cerrarse; pero no se han producido episodios de guerra civil como los de los Balcanes o el Cáucaso, y el terrorismo no ha conseguido quebrar las instituciones ni interrumpir por reacción, como pareció pretender ETA, el proceso de descentralización.

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Sigue siendo el autonómico, con todo, el principal problema de la España actual. Algunos partidos nacionalistas, especialmente vascos y catalanes, han radicalizado sus exigencias a medida que veían satisfechas sus principales reivindicaciones históricas. Critican la generalización autonómica, aunque ya en el debate constitucional se argumentó que la autonomía de todos era garantía de la de las nacionalidades históricas. Como han reiterado eminentes constitucionalistas, un modelo de sólo dos o tres comunidades autónomas frente a una gran entidad política central -el equivalente a lo que fue Prusia en Alemania- hubiera implicado problemas mayores para el desarrollo de esas nacionalidades. El modelo de distribución territorial del poder establecido en 1978 no fue el de los independentistas, pero se acercaba mucho más al de los nacionalistas realmente existentes en Cataluña y el País Vasco que al de los contrarios o simplemente indiferentes a esa doctrina. Los no nacionalistas, incluyendo los catalanes y vascos no nacionalistas, carecían de especiales ansias de instituciones de autogobierno, pero las aceptaron en aras de la convivencia. Esa civilizada actitud no parece haber sido valorada o entendida por los tribunos nacionalistas que reclaman un reconocimiento más explícito del carácter multinacional de España, pero se resisten a reconocer el pluralismo existente dentro de sus respectivas comunidades.

Es ese pluralismo interno lo que convierte a la autonomía en la fórmula teóricamente más respetuosa con los diferentes sentimientos nacionales de la población. Tras el pacto político que hizo posible el Estado autonómico existía un acuerdo implícito por el cual la mayoría aceptaba esa fórmula a cambio de que los nacionalistas renunciaran a plantear sus reivindicaciones en términos rupturistas. Pero hay síntomas de que ese pacto está empezando a romperse por el lado nacionalista.

Por supuesto que la Constitución es reformable, pero intentar resolver los conflictos políticos propios de toda sociedad abierta mediante la reforma del marco de juego, y no del debate y acuerdo dentro de él, sólo puede favorecer la inestabilidad sin garantizar un resultado mejor. Que ya sólo a propósito de la cuestión territorial se planteen eventuales reformas indica que el marco que los españoles de hace 20 años se dieron a sí mismos ha resultado terreno eficaz para dirimir sus divergencias civilizadamente. Incluso sobre si conviene reformarlo.

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