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Tribuna
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Que decidan las víctimas

Ariel Dorfman

En los próximos días, Jack Straw, el ministro del Interior británico, deberá decidir si mandar al general Augusto Pinochet de vuelta a Chile. Tal vez le haría bien al ministro, antes de tomar su decisión, conocer la reacción de un trabajador chileno al que llamaré Gabriel, ante la noticia de que los lores ingleses le negaban la inmunidad al general Pinochet.Hace 10 años que el maestro Gabriel ha estado haciendo trabajitos en nuestro hogar en Chile: carpintería, pintura, un poco de todo y un mucho de ingeniosidad.

Mi mujer, Angélica, me cuenta por teléfono desde Santiago, que ayer Gabriel se sentó a almorzar y le reveló, por primera vez desde que se conocen, la experiencia más traumática de su vida. Gabriel le dijo a mi mujer, en una voz tranquila, como si no le diera importancia al asunto, que unos años después del golpe de 1973 la policía de la dictadura lo había detenido, lo había torturado. Gabriel se desempeñaba por ese tiempo como portero en un colegio y sus captores exigían que implicara como subversivos a algunos profesores. Dos, tres días, y luego lo habían soltado. Perdió el empleo, sufrió las consecuencias físicas y psicológicas. En todo caso, guardó silencio. Hasta ahora. Durante más de 20 años, como tantos millones de chilenos, se había encerrado en el desván de sí mismo, solamente contándole el pasado triste a su propia sombra interior. Paradójicamente, no fue la detención de Pinochet el mes pasado lo que liberó su garganta, sino la reciente decisión del Tribunal Supremo del Reino Unido confirmando la legitimidad de esa detención. El hecho de que Pinochet no iba a retornar pronto a Chile -y que si lo hacía, el ex dictador volvería derrotado, humillado, con el repudio de la humanidad entera y, más crucialmente, despojado de su impunidad-, fue el detonante: que los lejanos lores británicos le estuvieran susurrando a Gabriel que Pinochet no estaba más allá de la ley.

Nuestro carpintero se sintió protegido por esa decisión luminosa de los magistrados, que lo dejaba a él libre en su propia tierra y sometía a juicio en el extranjero al hombre responsable de la violación de esa tierra. Dijo que al escuchar el dictamen fue como si finalmente alguien con poder le estuviera autorizando para expresar en forma pública las palabras que había sofocado durante tanto tiempo.

Claro que el maestro Gabriel tenía otro motivo de felicidad: le había apostado al dueño de una botillería que el general Pinochet iba a perder en Londres y ahora estaba nuestro carpintero muy dispuesto a cobrar una botella de buen vino y otra de aún mejor pisco y pensaba tomárselas con unos amigos esa misma noche. No estuvo solo en su celebración. En poblaciones a lo largo de Chile, la gente salió espontáneamente a la calle a festejar su victoria. Redoblaban los tambores, tocaban las cornetas, bailaban los cuerpos. El tipo de júbilo colectivo que mi país no ha vuelto a ver desde el feliz día en que, hace algo más de ocho años, recobramos la democracia. Una explosión pacífica en las calles que acompañaba como un eco remoto la voz de Gabriel. Los chilenos iban reclamando su derecho a exteriorizar lo que sentían acerca de Pinochet y esos años de terror. Los chilenos que no se ocultaban. Los chilenos saliendo del abismo de su aislamiento, reconociéndose cómplices en la mirada, cómplices en la alegría casi clandestina de ver al tirano preso.

La historia que el maestro Gabriel le contó a mi mujer se parece tanto a la de tantos chilenos que podría decirse que es casi arquetípica. La historia que debe examinar a fondo el ministro del Interior británico antes de que tome una decisión definitiva sobre la suerte del general Pinochet.

No me cabe duda de que Straw escuchará las solicitudes de doña Lucía Pinochet y los seguidores del dictador, en cuanto a que tenga compasión, ellos que jamás mostraron durante 17 años de abuso ni la menor conmiseración hacia los hombres y mujeres cuyas vidas devastaron. Tampoco dudo de que el ministro tomará en consideración las razones de Estado que el Gobierno chileno, democráticamente elegido, le ofrecerá, argumentando que el cautiverio de Pinochet interfiere en los asuntos interiores del país.

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Más esencial, creo yo, es que Straw escuche a las víctimas. Y como no puede, por cierto, conversar con el maestro Gabriel ni con los millones de otros Gabrieles y las muchas Juanas a los que Pinochet dañó, le tengo una sugerencia: que consulte a quienes más han sufrido con la dictadura. Me refiero, naturalmente, a los familiares de los detenidos desaparecidos, los hombres y mujeres de Chile que fueron secuestrados y asesinados por la policía secreta del general. Los familiares que todavía no tienen, décadas después de que a sus seres amados se los llevaron, ni un cuerpo que enterrar.

De todos los actos crueles de Pinochet, el haber hecho desaparecer a sus adversarios ha sido, sin duda, el más feroz y despiadado. Habiendo tenido el poder de mitigar su sufrimiento, ha rehusado con obstinación revelar dónde se hallan los cadáveres.

Al actuar de esta manera, terminó convirtiendo a los familiares en el símbolo de un Chile que no funciona bien: ha demostrado los límites de nuestra transición a la democracia, lo mucho que falta por hacer. Representan de una manera profunda, con la fuerza insurgente de la verdad, a cada persona vulnerada y dolida de nuestra tierra. Son la conciencia de Chile. Su padecimiento les ha conferido una autoridad moral que debe tomarse en cuenta antes de que se arribe a una decisión respecto al destino último.

Piensen en lo extraordinario que sería que el futuro de nuestro ex dictador estuviese en las manos de sus víctimas esenciales. Piensen en la posibilidad de que el general Pinochet, al entender esta situación, se viera obligado a extenderles una invitación a los familiares de los desaparecidos para que vinieran a Londres, pagándoles, de hecho, sus pasajes para que pudieran juntarse con él por primera vez en su vida, por primera vez en la vida de ellos. Piensen en el general intentando convencerlos de que está arrepentido, de que va a reparar el daño que les hizo. Piensen en ese hombre escuchándolos, una historia y otra historia y otra más, mirándoles el rostro mientras hablan. Piensen en el momento en que el general declare que va a pasarse el resto de su existencia ayudándoles a encontrar los cuerpos desaparecidos. Piensen en lo que significa que el general les pida a sus adversarios más indómitos que le muestren piedad. Que le demuestren piedad. ¿Y después?

Lo que le digan los familiares a partir de ese momento a Straw ya es cosa de su propia conciencia, dependerá de lo que cada familiar haya consultado calladamente con su muerto más íntimo, lo que su muerto le aconsejó. Y será entonces, y solamente entonces, después de recibir a los representantes de las víctimas de Chile, que el ministro deberá llegar a una decisión. Es la única manera de garantizar que en este proceso en que los muertos y los sobrevivientes de Chile acusan a Pinochet se haga de veras justicia.

El último libro del escritor chileno Ariel Dorfman es Rumbo al Sur, deseando el Norte, en que cuenta cómo sobrevivió al golpe de Pinochet.

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