Olé que sí
Si el arte clásico se basaba en la armonía de las proporciones, Álvarez del Manzano es un transgresor de las normas clásicas, un adelantado a su época. Él se pasa el equilibrio por el forro de su capa madrileña. Eso de la proporción, a nuestro alcalde le parece una cosa reaccionaria, así que cuando se plantea levantar una estatua a alguna figura ilustre, o bien encarga un cabezón que parece que el homenajeado sufría macrocefalia o bien nos coloca una estatua del tamaño de un power-ranger, con lo cual, a la hora de la inauguración, los políticos salen en la foto mirando hacia abajo, porque la estatua es más pequeña que ellos.Para abajo tuvieron que mirar el día en que inauguraron la estatua a Federico García Lorca, porque el Federico de la plaza de Santa Ana debe medir más o menos lo que yo, y a mí casi todo el mundo me mira para abajo. Lo curioso es que la estatua tiene pretensión de ser realista, pero el muñeco sale como encogido, y además no se parece en absoluto al original. Eso sí, para darle el toque poético, el artista le ha colocado a Lorca una paloma entre las manos. A mí no me queda muy claro si la paloma se la han puesto para simbolizar la paz o para simbolizar la poesía, o simplemente que el escultor se hizo un lío con la generación del 27 y le colocó la paloma a Lorca cuando la paloma estaba prevista para una futura estatua de Rafael Alberti. Álvarez del Manzano sabe que la naturaleza del arte moderno está en la provocación, y ha decidido que los madrileños andemos por las calles de la ciudad sin saber a qué carta quedarnos. Igual que pasas al lado de la estatua de Lorca y no la ves, de pronto vas a Felipe II y te pegas un susto con el cabezón de Goya. Ya nos avisó hace tiempo Manzano de que contaría con el efecto sorpresa en su política municipal.
Vas a Lisboa y ves estatuas a escala humana que se confunden con la gente y que representan tipos característicos de la ciudad, vas a Oslo o a Copenhague o a París y ves esas estatuas que se recortan en el cielo, superiores a los hombres, que retratan la posteridad de los grandes poetas, de los filósofos, de algunos reyes. Pero esta estética, a nuestro alcalde le parece superada, él quiere romper una lanza a favor del arte moderno y de vez en cuando monta una performance que nadie entiende, como esa violetera de bolsillo entre Gran Vía y Alcalá, a la que añadió una musiquilla para recordarnos que Madrid ¡olé que sí!.
A pesar de que un alcalde debe ser alcalde de todos los ciudadanos, aunque unos seamos más atravesados que otros, hay momentos en la vida de un político en que se le nota ese pedazo de corazón que lleva dentro, y a nuestro alcalde ese gran momento de emoción íntima le llegó el día en que se inauguró la estatua del Papa, que ésta sí que es grande. La estatua del Papa no tiene paloma, cosa que me mosquea, porque puede que la paloma no fuera ni para Lorca ni para Alberti, sino para el Papa. A mi corto entender, un Papa con una paloma es ya lo más alto en simbología que se puede pedir. Lo digo porque el Papa tiene las manos abiertas como ofreciendo algo, como llevando algo que al maestro-escultor se le ha debido de olvidar. No soy yo la única que ha echado en falta lo que había de llevar el Papa, y esa sensación de ausencia provoca reacciones discutibles: el otro día, unos graciosos le colocaron un boñigo en cada mano y tuvieron que ir los bomberos a dejarle a Su Santidad las manos limpias.
Álvarez del Manzano ha conseguido crear entre el paseante y sus estatuas un diálogo desconocido hasta ahora: nos irritan, nos asustan o, simplemente, no las vemos. Mientras unos cuantos envidiosos y reaccionarios de izquierdas le critican sus chirimbolazos, sus violeteras, sus Papas de manos abiertas..., Álvarez mira al siglo que viene con valentía, soñando con estatuas quién sabe si a la Thatcher o a lady Di o a los Tres Tenores. Hay tantas estatuas por hacer... A veces sueña con su propia estatua: en la plaza Mayor, quitando la del caballo ese que ya está muy vista, él, de pie, majestuoso, con el medallón consistorial y la capa castiza, con el bastón de mando, señalando hacia el cielo, para indicar que la inspiración le venía de arriba. "El pueblo de Madrid, a Álvarez del Manzano", eso sí que suena bien, le dan a uno hasta ganas de morirse.
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