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El "Nobel" literario catalánJORDI LLOVET

La Academia Sueca ha cursado a la Associació d"Escriptors en Llengua Catalana una solicitud formal para que ésta proponga "uno" o "varios" nombres de escritores susceptibles de ser considerados candidatos al Premio Nobel de Literatura. La Associació d"Escriptors del Principat d"Andorra ha recibido similar solicitud. Quien no la ha recibido, y no ha tardado en manifestar su inquietud, ha sido la Institució de les Lletres Catalanes: reclama tener voz y voto -al fin y al cabo representa al establishment de la cosa literaria catalana- en una decisión que, como es sabido, posee tanta trascendencia política como literaria, si no más. Tampoco consta que el Institut d"Estudis Catalans o las facultades de Letras de Cataluña hayan recibido esa petición a guisa de sondeo: allá los suecos con su elección de las entidades que, según ellos, mejor representan a la opinión literaria y común de los lectores catalanes. Los amigos andorranos, por lo visto, a falta de un candidato autóctono, ya han manifestado la intención de proponer el nombre de Miquel Martí i Pol, que es, a lo que parece, persona muy querida en el Estado vecino, y quizá leída: así van a quedarse, como suelen, felices y tan campantes. Muy al contrario, los que van a encontrarse en serios apuros para elevar una lista de aspirantes van a ser los miembros de la asociació catalana de escritores ya citada. Lo primero que se nos ocurre es que esta entidad podría salvar un escollo tan descomunal enviando a la Academia Sueca un telegrama muy escueto, con algo parecido a estas palabras: "Amics de la Suècia: heu fet tard! Fins al segle que ve. Cordialment, etcétera". Pues, si bien se mira, los grandes candidatos de nuestro "presente histórico" al Premio Nobel de Literatura ya han pasado a mejor vida, sin éste ni muchos otros galardones que merecieron en su día, entre ellos el más modesto Premi d"Honor de les Lletres Catalanes, que se otorga, como es sabido, en el seno de la familia. Es el caso, sin duda alguna, de Josep Carner -quien fue propuesto en momentos poco propicios-, de Carles Riba, de Josep Pla o de J. V. Foix, por poner sólo cuatro ejemplos altamente significativos. Estos autores, y alguno más que cabría añadir a la lista, ya no pueden pugnar en tal competición. Sin embargo, resultan, a todas luces, cuatro nombres de mucho mayor peso que cualquiera de los que Cataluña puede elevar en estos momentos a los pupitres secretos de la Academia Sueca; algo, suponemos, que no se atrevería a desmentir ninguno de los actuales y posibles candidatos, deudos todos ellos de algunos de los maestros citados. Pero un mensaje como éste significaría, indudablemente, la pérdida de una ocasión de oro para el pronto y universal reconocimiento de la agraviada literatura catalana, que desde el fenómeno Verdaguer no ha alcanzado la resonancia general que habría merecido en muchos otros casos, posteriores y anteriores en la historia. Ninguna institución literaria del país puede permitirse el lujo de declarar desierta in péctore la nómina de postulantes a tan alta, sonora y rentable aclamación. No obstante, elevar un nombre, o unos pocos -o una lista magnánima que alcanzara al ínclito mosén Ballarín, para entendernos-, planteará, con toda probabilidad, otro tipo de malestar no menos considerable. ¿Qué pensará el Único Pere Gimferrer, por ejemplo, si tiene que compartir anhelos de gloria con Baltasar Porcel? ¿Qué instituto oceanográfico inventará Porcel para hacer llegar su preeminencia, vía Gibraltar, hasta las costas de Suecia? ¿No pensarán muchos escritores catalanes que la propuesta en favor de Martí i Pol obedece a una estrategia benevolente o de arbitraje piadoso -ni blanco ni negro, sino todo lo contrario-? ¿No caerá en una melancólica extrañeza esa abultada legión de escritores insaciables premiados hasta la saciedad en Cataluña? Perucho será, posiblemente, el que se sienta menos agraviado en caso de no figurar en la propuesta: tiene, en su biblioteca, la primera edición de Los papeles póstumos del club Pickwick ilustrada por Seymour y por Phiz; de modo que uno puede imaginarse perfectamente al juez de Albinyana arrellanado en su sillón Voltaire, bendiciendo al destino por no tener que preparar uno de esos discursos paulinos que son como el primer tercio en la suerte de los toros; es decir, el principio del fin. (Véase, si no, el caso de don Camilo). Ante el atolladero en que se encuentra, la Associació d"Escriptors en Llengua Catalana tiene todavía dos opciones. La primera consistiría en rogar a la Academia Sueca que, por una vez, y sin que ello creara un precedente, el Nobel de Literatura, si tiene que recaer en un autor de expresión catalana, le sea concedido a título póstumo a algún gran valor de nuestras letras históricas: una terna equitativa -muy acorde con la política cultural pancatalana tan en boga- podría estar formada por Ramon Llull, Ausiàs March y Bernat Metge (el primero mallorquín, el segundo valenciano y el tercero barcelonés). Aunque remota, siempre cabe la posibilidad de que la Academia Sueca -que ya cometió el desafuero de ofrecer el galardón, en sendas ocasiones, al virgílico Tagore (1913) o al remoto Echegaray (1922), anacrónicos los dos- se tome la molestia de considerar esa posibilidad apuntada: así el mundo entero conocería a alguno de los más grandes autores que han dado nuestras letras en tiempos de mayor prosperidad. Si la Academia de Suecia insiste en no saltarse el reglamento con un nuevo tipo de regate, queda una última posibilidad para que los catalanes podamos sentirnos unánimemente satisfechos y bien representados por el Nobel literario: habida cuenta de que es tradición otorgar el premio, de vez en cuando, a "intelectuales" en el sentido más amplio de la expresión (Mommsen, Bergson, Russell y Sartre lo recibieron), cabría elevar tan sólo estos dos nombres: Miquel Batllori i Martí de Riquer. Esto tendría una enorme serie de ventajas: Porcel y Gimferrer no se tirarían de los pelos entre sí; Martí i Pol podría quedarse tranquilamente en su casa; Perucho no se vería obligado a practicar la indiferencia volteriana; mosén Ballarín no tendría que promover una rogativa entre sus devotos parroquianos; y los críticos catalanes no se encontrarían en el brete de tener que redactar inverosímiles notas explicativas para las agencias de noticias en el otoño del año próximo. Hay que reconocer que no va a ser fácil conseguir que el premio recaiga en alguno de los dos historiadores citados, entre otras razones porque se trata de sabios que nunca han movido un solo dedo para obtener laureles o respetos, requisito humillante que suele formar parte de la estrategia general del Nobel. Pero aun en el caso de que ninguno de los dos obtuviese el último Nobel literario de este siglo, los profesores de la academia nórdica, avisados, conocerían por sus obras respectivas la grandeza de nuestra historia literaria -desde Ramon Llull a Costa i Llobera y de Cerverí de Girona a Joanot Martorell- y se encontrarían, así, en condiciones óptimas para concedérselo a un compatriota nuestro en cuanto apareciera, en el horizonte del próximo milenio, un nuevo valor homologable con los autores de esa fastuosa tradición.

Jordi Llovet es catedrático de Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona.

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