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Justicia global y local

Adela Cortina

El intento de procesar al general Pinochet por crímenes cometidos contra ciudadanos no chilenos y chilenos pone en estos días sobre el tapete de la reflexión la urgencia de plantear seriamente la institucionalización de una justicia global. Mucho se habla de globalización en los últimos tiempos, refiriéndose con ello sobre todo a la desregularización de los mercados financieros y a la velocidad vertiginosa con la que los medios informáticos nos permiten acceder a cualquier punto de la Tierra en cualquier momento.Como ya constataba Kant hace dos siglos, es el afán de comercio el que primero impulsa al género humano a quebrar fronteras y crear nuevos lazos. Las naves surcan los mares por deseo de conquista o de abrir nuevos mercados. Lo otro, el afán ético de justicia, viene después, para remediar los desaguisados ya cometidos o porque los seres humanos se percatan inteligentemente de que la justicia y la confianza crean lazos más estrechos y duraderos que el simple trueque.

La Europa de los mercaderes precedió a la de los políticos, y sólo en último término grupos cargados de razón exigieron una Europa social, sin la que mal pueden mantenerse el negocio y la democracia. El interés económico acostumbra preceder al interés por el poder político, y este último, al ético, y, sin embargo, también la urgencia de justicia hace por fin indefectiblemente su aparición, de suerte que un mundo económicamente global viene exigiendo una justicia asimismo global.

Precedentes de una justicia semejante ya existen, y no sólo en los sueños de los utópicos o en los anhelos de los injustamente tratados, sino también en experiencias históricas como la de los juicios de Núremberg, al cabo de la Segunda Guerra Mundial. En ellos, aunque ciertamente de la mano de los vencedores, tomaba por vez primera carne histórica el deseo de que la impiedad de Creonte, rey de Tebas, no quedara impune, el deseo de que Antígona quedara rehabilitada por haber actuado de acuerdo con su humanidad. La deuda con los mártires de los campos de concentración no quedaba sin duda saldada, pero los seres humanos no pueden hacer sino condenar la injusticia pasada, evitar la presente, prevenir la futura. Y para eso es preciso desarrollar ese Tribunal Penal Internacional que ya ha nacido y aumentar sus competencias para que puedan recurrir a él cuantos lo precisen con la confianza de ser en verdad atendidos. Pero con esto, con ser necesario, no basta. Los tribunales y las leyes resultan a todas luces insuficientes cuando de lo que se trata no es de manejar el derecho, sino de hacer justicia.

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Para eso, para hacer justicia, se necesita mucho más que manejar el derecho. Es preciso que las personas, las instituciones y las organizaciones se habitúen -nos habituemos- a actuar con justicia en el ámbito local del trabajo cotidiano (instituciones políticas, hospitales, universidades, hogares), aprendiendo a degustar un valor, en ocasiones amargo, pero sin el que perecen sin remedio los que carecen de poder, los que no tienen con qué negociar ni en la aldea local ni en la aldea global.

Sin sentido ético de la justicia, adquirido día a día, el derecho es un instrumento frágil, susceptible de ser manejado desde consideraciones bien diversas, siendo el resultado de los manejos las más de las veces "conforme a derecho", para asombro de quienes, víctimas de una injusticia, reclaman actuaciones en las que se les devuelva lo que les corresponde. Esas consideraciones desde las que puede manejarse el "derecho válido" son de diverso tipo, pero el intento de procesar al general Pinochet ha sacado a la luz al menos dos.

Se refiere la primera de ellas a las reflexiones que justifican las leyes de amnistía y de "punto final", y que suelen consistir -según se dice- en el deseo por parte del poder político de evitar al conjunto de la población males mayores. Siendo los presuntos delincuentes en tales casos militares o bien otro tipo de grupos armados, la ley de punto final -sigue diciéndose- pretende evitar soliviantarlos, no sea cosa que utilicen el poder que les queda para seguir causando daños. Con lo cual parece aconsejable "correr un tupido velo" sobre los acontecimientos pasados e incluso convencer a las víctimas de que la virtud de perdonar ennoblece a quien la practica.

Lo cual es cierto, pero siempre que el ofensor, consciente del daño causado, exprese su voluntad de repararlo en lo posible y de evitar en el futuro acciones similares. Porque el perdón ennoblece cuando es una acción dialógica, cuando pretende reconstruir una relación humana destruida, cuando intenta una reconciliación entre ofensor y ofendido. En esta línea caminan las Comisiones de la Verdad de El Salvador, de Guatemala o de Suráfrica, que desean en principio llevar a la conciencia el daño causado como un paso imprescindible para empezar a hablar de reconciliación.

Si no es así, puede parecer que las leyes de punto final constituyen el mal menor para el conjunto de la población a corto y medio plazo, pero a largo plazo resultan menos eficaces porque refuerzan la nefasta convicción de que importa acumular poder en los distintos ámbitos vitales, ya que es la única forma de salir bien librado aun en el peor de los casos, aun en el caso de ser sorprendido en flagrante injusticia. "Más vale ser temido que amado, cuando las dos cosas no son posibles" -recordaba Maquiavelo a Lorenzo de Médicis-. Y ciertamente, el manejo del derecho con fines pragmáticos acaba confirmando la triste convicción de que el miedo guarda la viña, pero el miedo al poderoso, no a la ley.

Hace bien poco, y por hablar de un ámbito diferente, aconsejaba un alto cargo universitario a un alumno plegarse a las arbitrariedades de un profesor, porque era éste, al parecer, persona poderosa y atravesada, dispuesta a obstaculizar la carrera de quien no fuera de su agrado. Consejos de este jaez, como es obvio, refuerzan la convicción de que conviene ser atravesado y parecer poderoso porque es la mejor forma de conseguir la sumisión general. Pero además dejan en muy mal lugar la presunta fuerza del derecho, que debería existir precisamente para impedir que los fuertes se aprovechen de los débiles, y no para justificar las arbitrariedades del fuerte con una interpretación "conforme a derecho".

Por otra parte, y ésta sería la segunda consideración, diferentes reacciones frente al posible procesamiento de Pinochet recuerdan que realizar la justicia global exige un largo aprendizaje en la escuela de la ciudadanía cosmopolita, que, en cuestiones de justicia, debe primar sobre la ciudadanía nacional.

Si es verdad que cada persona se configura a través de distintas identidades, expresivas algunas de ellas de su pertenencia a distintas comunidades políticas (por ejemplo, Valencia, España, Unión Europea, Occidente, Humanidad), no lo es menos que para cada persona uno de los mayores problemas de nuestro momento consiste en dilucidar cómo conjugarlas, y tal vez una de las mayores pruebas de inteligencia consista en percatarse de que responder adecuadamente a distintas cuestiones exige priorizar una u otra.

Ante la evidencia de crímenes contra la humanidad resulta extraño replicar que su autor será un asesino, pero que es ante todo "uno de los nuestros", uno de nuestros compatriotas. A lo que responden los interpelados que los muertos son suyos y, por tanto, exigen justicia. Sin ignorar la responsabilidad y el derecho de cada Estado en virtud de su soberanía, sin ignorar ese diálogo de soberanías que es menester llevar a cabo, no es menos cierto que el anhelo de justicia por parte de las víctimas exige priorizar en estos casos la ciudadanía cosmopolita.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia.

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