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Nos parta un rayo

Cuando el cielo quema, la gente se vuelve extraña. Lo prueban los últimos datos sobre la reconstrucción de la Puerta de Toledo, dañada a principios de junio por una tormenta que convirtió Madrid en una ciudad asolada por trombas de agua, descargas eléctricas de 20.000 amperios y pequeños huracanes. Los sótanos se anegaron, los truenos hacían saltar las alarmas de bancos y coches, algunos trenes se detuvieron a mitad de trayecto al quedarse de pronto sin corriente. Cayeron miles de rayos y uno de ellos fulminó uno de los soldados del monumento. Entonces, algunas personas que estaban por los alrededores, se llevaron a sus casas los pequeños fragmentos de la estatua. Puede parecer raro, pero es algo que sucede casi todos los días, porque no hay nadie a quien no le gusten las cosas recién caídas del cielo. Recuerdo una historia de la época en que mi mujer y yo vivíamos en la calle del Amparo, cerca de Tirso de Molina: ella estaba leyendo en el balcón y, de repente, el libro se le cayó; era una obra extraña, El hombre aproximativo, de Tristan Tzara, y al mirar hacia abajo vio a una señora que lo había recogido, una mujer mayor que se alejaba con aquellos poemas futuristas en una mano y las bolsas de la compra en la otra. Y, en otra ocasión, yo mismo cogí del suelo, sin saber bien por qué, tres o cuatro pedazos de la placa de loza donde estuvo escrito el nombre de la calle de Vicente Aleixandre antes de que algún gamberro lo hubiese roto de un botellazo.Sin duda, el asunto de Vicente Aleixandre refleja el desinterés que los regidores de la ciudad tienen por una parte de su historia. La casa del escritor, que se hunde sin remedio en el más absoluto abandono, atrapada en una red de problemas legales y asuntos mezquinos que se mueven como peces satisfechos en el agua sucia del desinterés institucional, debería ser, sin embargo, un punto cardinal de nuestra cultura. El proyecto de declararla Monumento Histórico Artístico, que sería un paso esencial para su salvación, sigue siendo, por desgracia, sólo eso: un proyecto. Durante décadas, el piso del autor de Espadas como labios no fue sólo un lugar de reunión intelectual donde se fue dando forma y aliento a gran parte de la mejor poesía española de posguerra, sino también una especie de trinchera, un refugio civil contra la España estrecha y asfixiante que el general Franco iba construyendo poco a poco, con paciencia de asesino. La antigua calle de Velingtonia se convirtió, de ese modo, en un símbolo. Luego, tras ganar el Premio Nobel, las autoridades le pusieron a la calle del poeta su propio nombre, se hicieron una foto a su lado y esa misma tarde, mientras echaban a correr en dirección a sus propios asuntos, le dieron la espalda para siempre.

No es el único caso. Por lo que sabemos, otras casas míticas de la ciudad van por ese mismo camino que siempre acaba en un solar, dos o tres hormigoneras, unas ruinas. La de Dámaso Alonso, un precioso chalé rodeado por bloques de vecinos del que, cada mañana, salía el presidente de la Academia a dar un lento paseo Alberto Alcocer arriba y del que volvía una hora después para sepultarse entre los miles y miles de libros de su biblioteca, también va a ser demolida. Por fortuna, los libros acaban de ser puestos a salvo en la Real Academia Española. Y la extraordinaria Casa de las Flores, donde vivió Neruda y sobre la que el autor chileno y Rafael Alberti escribieron poemas estremecedores, parece que está embargada, que se viene abajo, se desangra por dentro y por fuera con una lentitud irreversible de animal herido.

Cuando uno está de viaje siente envidia al visitar las casas de Isak Dinesen, cerca de Copenhague; o la de Lampedusa, el autor de El Gatopardo, en Palermo; o la de Andersen en el pueblo danés de Odense; o la del propio Neruda en Isla Negra. En Madrid, las casas se olvidan o se tiran, dejando a la ciudad sin historia y, por tanto, sin destino. Tal vez fuera mejor que les cayese un rayo, uno múltiple como el que el otro día mató en un campo de fútbol de Kenia a los once jugadores de un equipo, mientras que los otros once resultaban ilesos. La gente se llevaría trozos de esas casas de Aleixandre, Dámaso o Neruda. Así, al menos, no estarían tan abandonadas, tan solas.

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