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Los jueces contra las naciones

En cierto sentido, la detención del general Pinochet puede considerarse como un ataque contra la soberanía de la nación chilena. Porque Chile ha vuelto a ser una democracia. Sus ciudadanos pueden pronunciarse libremente sobre la mejor forma de reconciliar a los supervivientes y a los herederos de las masacres de las que fueron víctimas los que estaban en la oposición tras el golpe de Estado de 1973. Recordemos que la dictadura de Augusto Pinochet fue impuesta a un país cuyo sistema democrático fue, según la expresión de Mario Vargas Llosa, "uno de los más antiguos y más sólidos de Latinoamérica". Pero, a pesar de este escándalo, la mayoría del pueblo chileno, una vez recuperada su libertad -y en contra de la opinión de las víctimas y de los exilados-, quiso imitar a los españoles: la mayoría no creyó oportuno volver a abrir las heridas de la guerra civil.Por lo tanto, la detención del general Pinochet no se debe a una condena de la dictadura realizada en el nombre de la justicia democrática. Esta detención se opone a una decisión soberana de una nación democrática en el nombre de dos conceptos nuevos: la universalidad del Derecho y el carácter no prescriptible del crimen, sea cual sea la edad del criminal. Esto es lo esencial. Todos los demás argumentos esgrimidos, sean a favor o en contra de la detención de Augusto Pinochet, son pasionales y rechazables.

Por ejemplo, decir que la anarquía del Gobierno de Salvador Allende condujo al periodo negro del golpe de Estado y de la dictadura es pretender absolver de forma indirecta los métodos del dictador. En efecto, aun suponiendo que se pueda demostrar la realidad de esta anarquía, uno no ve por qué sólo se puede salir de ella mediante la atrocidad. En general, esta tesis la sostienen aquellos que no se atreven a decir que, según su punto de vista, Pinochet salvó a Chile de una tentación castrista y estalinista. Aquellos que tampoco recuerdan que fue la política de Washington lo que lanzó a La Habana y a otros a los brazos del comunismo.

Pero, por otro lado, centrarse únicamente en la evidente barbarie de Pinochet es olvidar que en España Franco murió, como otros muchos, en la cama; que Fidel Castro es ovacionado en las capitales latinas, y que Milosevic es considerado por Estados Unidos como un interlocutor de primera. Mientras que el checo Václav Havel, al igual que el surafricano Nelson Mandela, decidieron adoptar el método del perdón concedido a los estalinistas de Praga y a los racistas de Pretoria. Así, pues, la novedad es otra. En primer lugar, está el proceso de instrucción. Fueron unos jueces españoles (Baltasar Garzón y Manuel García-Castellón) los que recurrieron a jueces británicos, quienes tramitaron la demanda de colocar bajo arresto al ex dictador que se encontraba en Londres para ser operado. Ni las autoridades españoles ni las británicas estuvieron en situación de intervenir contra la conclusión del sumario de los jueces españoles y contra la decisión de los jueces británicos de aceptar que se llevase a cabo. Sabemos que el sumario español hace referencia al asesinato, a la tortura y a la desaparición de 70 ciudadanos españoles durante los 17 años de dictadura de Pinochet. Nos encontramos ante una internacional de los jueces frente a las razones de Estado e incluso frente a la opinión pública de naciones soberanas, ya que, una vez más, la opinión pública chilena no se pronunció a favor de un proceso con carácter retroactivo.

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En segundo lugar, es conveniente preguntarse a qué se refieren, sin decirlo, los jueces españoles y británicos. En principio, invocan convenios de extradición totalmente conformes al derecho internacional, pese a que estos convenios fueron suspendidos de hecho durante la guerra fría. En el pasado, la extradición siempre se debía a decisiones políticas. Pero cuando la cooperación entre cuerpos de policía señalaba a un culpable, era raro que el país en que este último residía aceptase entregarlo por una simple decisión de la justicia.

Lo que acaba de ocurrir es exactamente lo contrario. Porque los intereses nacionales de los Estados español, británico y chileno, según la opinión de los responsables de estos Estados, en modo alguno concuerdan con la reivindicación de los dos jueces españoles. Entre Londres, Madrid y Santiago hay una complementariedad económica e incluso militar que estas turbulencias ponen en peligro.

Así, pues, la referencia fundamental, realmente novedosa, es que ahora lo universal está ganando terreno a lo internacional. A pesar de las apariencias, se trata de dos conceptos diferentes. En efecto, el derecho internacional puede fijarse unos límites: en especial, el de la soberanía de los Estados. Mientras que el carácter universal de los derechos humanos sitúa a éstos, de entrada, por encima de los Estados, de las fronteras, de las civilizaciones e incluso, como lo subraya con énfasis Robert Badinter, por encima de la democracia.

¿Por qué? Porque la democracia es la ley de la mayoría. Esta ley puede ejercerse a expensas de la dignidad de los ciudadanos, sin consideraciones para con la minoría. Desde este punto de vista, es cierto que entre 1789 y 1948, entre las dos Declaraciones de los Derechos Humanos, existe una diferencia fundamental. Por ejemplo, la primera aceptaba la esclavitud y una situación de desigualdad de las mujeres. La segunda incluye la palabra "universal". Concierne a todos los seres humanos. A todos y en todas partes.

El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de Naciones Unidas, reunida para la ocasión en París en el palacio de Chaillot, aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Dado que el texto de esta declaración definía los derechos fundamentales de la persona, precisaba que se reconocía este derecho "sin distinción de raza, sexo, lengua y religión". Además, y esto es lo fundamental, esta declaración fue considerada como "el ideal común a alcanzar por todos los pueblos y todas las naciones". Pero hay más: en esa misma época nació la noción de "crimen de guerra" y, posteriormente, de "crimen contra la humanidad". Los autores de estos crímenes deben ser juzgados según unos criterios universales y castigados por todas las naciones.

Pero, ¿cómo obligar a los Estados a respetar la Declaración Universal de los Derechos Humanos? Por el momento, úni

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camente disponemos del convenio aprobado por los países europeos y, para el resto del mundo, del acuerdo para la creación de un Tribunal Penal Internacional, acuerdo firmado en Roma en julio pasado y que, por el momento, sólo ha reunido a 32 signatarios. Por lo tanto, todavía estamos supeditados al capricho de los Estados. Es decir, que la noción de universalidad sigue siendo un ideal y no una práctica obligatoria. Sobre todo porque en lo que concierne al asunto Pinochet, países como Gran Bretaña pueden ampararse en su derecho, que otorga la inmunidad de por vida a los jefes de Estado y de Gobierno.

En general, el recordar Cartas, evocar Declaraciones, y la expresión misma de Derechos Humanos, sólo suscita desencanto y escepticismo o incluso rebelión en un mundo en el que cerca de 1.500 millones de seres humanos tienen menos de 150 pesetas al día para sobrevivir y en el que las guerras civiles en Afganistán, en Argelia, en Irlanda, en el Congo, en Palestina y en Kosovo desembocan en la práctica de la opresión, la ocupación y la tortura.

La mayoría de las veces (al menos cuando no se trata de las propias víctimas), estas reacciones son la coartada más cómoda para justificar la pasividad y el inmovilismo. Sin embargo, nadie ha dicho nunca que, desde que los hombres existen en la Tierra e intentan vivir juntos, la justicia es un fundamento de este mundo y que el deseo de paz forma parte de la naturaleza humana. Evidentemente, ocurre todo lo contrario. De ahí, precisamente, la importancia de subrayar, no la perpetuación de la injusticia y de la violencia (lo que sería banal), sino la voluntad cada vez más extendida de denunciarlas.

De paso, me gustaría subrayar que los militantes masoquistas a favor del Tercer Mundo realizan amalgamas insoportables que recuerdan a los antiguos juicios que se realizaban contra la democracia en los años treinta. Pretenden no hacer distinciones entre los Estados democráticos que, infieles a sus principios, a sus leyes, a sus sistemas, llegan a cometer violaciones de los derechos humanos, y aquellos Estados que no se plantean ningún problema, ya que la injusticia y la violencia forman parte de su régimen político. Es absurdo, es irresponsable y es contraproducente.

Cuando Amnistía Internacional o Transparency International publican listas de los países en que tienen lugar actos de tortura o de corrupción, no se puede meter en el mismo saco a los países en los que la opinión pública puede apoyarse en leyes para luchar contra las infracciones y a aquellos en los que la violencia de Estado está justificada oficialmente.

Por ello debemos considerar de la mayor importancia simbólica que dos jueces españoles y unos cuantos jueces británicos se saliesen con la suya frente a la oposición de los Estados y que, en su deseo de moralidad, pudieran arrastrar a la opinión pública. Puede que la geopolítica no saque provecho de ello y, por mi parte, no subestimo en absoluto sus imperativos. También puede que tengamos que preocuparnos por las consecuencias de una decisión de la justicia sobre la situación particular de una opinión pública. Después de todo, existen sociedades que pretenden conciliar a su modo las exigencias de la memoria y las necesidades de la paz civil. Pero ocurre, y seguirá ocurriendo, que en el ámbito de los principios, la iniciativa de los dos jueces españoles que desembocó en la detención del general Pinochet tiene un alcance considerable ahora que se conmemora el cincuentenario de la Declaración Universal del palacio de Chaillot.

Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur.

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