Autoparodia
Tengo muchísimo respeto por esta compañía andaluza, La Zaranda: le debemos grandes ratos de teatro. Lamento éste, que parece una parodia de su propio pesimismo, o una especie de ambición por llegar a superar las grandes catástrofes escénicas metafísicas que crearon otros: Kantor y su Teatro de la muerte, Beckett; o el esperpento, con ciertos toques de Divinas palabras; hasta del viejo teatro de grand guignol francés, con sus emociones bruscas, sus idiotas, sus mendigos y su sangre.El texto es corto. Quiero decir breve, pero también corto de alcance intelectual, cuando se presenta como una obra filosófica sobre temas escatológicos y se discute el fin del mundo, la esencia de la eternidad y la posibilidad o imposibilidad de la muerte. Todo ello en relación con la religión, presente en alusiones continuas de imagen -un vía crucis, un desprendimiento con las tres santas mujeres; repite el efecto de la Última Cena en Viridiana- y de sonido -marchas de Semana Santa, la Pasión según Mateo, de Bach-; un catolicismo que parece, al mismo tiempo, afirmarse y negarse.
"Cuando la vida eterna se acabe"
De Eusebio Calonge. Intérpretes: Gaspar Campuzano, Francisco Sánchez, Enrique Bustos, Fernando Hernández. Dirección y espacio escénico: Paco de La Zaranda. Sala Olimpia. Madrid.
Repetición
Un efecto buscado en el diálogo es la repetición, la reiteración de frases y referencias -a la lluvia que no cesa, a la noche que no aclara, al cansancio de andar para estar siempre más lejos-; por buscado que sea, no deja de ser reiterativo y fatigoso. Como la oscuridad permanente, con alguna pincelada de luz sobre el centro psicológico de la acción. A veces, todo está tan recargado que parece una parodia de la propia Zaranda y sus espectáculos; a veces, los espectadores se lo creen y se ríen, y algunas risas suenan como extemporáneas. Está todo bien hecho. Los actores son como siempre excelentes; sus caracterizaciones de voz y gesto y de desesperación ridícula quedan bien hechas, y repito que merecen todos los respetos. Tuvieron, desde luego, el del público, que aplaudió fuerte y mucho tiempo al terminar la función (incluso cada vez que creía que había terminado) y en uno de los monólogos.