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Muerte en el volcán Casitas

ENVIADA ESPECIALArmados con un bidón de gasóleo, trapos y cerillas, los brigadistas recorren las plantaciones de caña de azúcar que rodean el poblado de Posoltega, al noroeste de Nicaragua. Cuesta distinguir los restos humanos de la vegetación y el lodo que los apresa, pero las bofetadas de olor fétido van indicando su presencia. Entonces, los hombres se aproximan, ciñéndose el pañuelo que les cubre el rostro. En silencio, arrojan chorros de combustible y prenden el fuego. Aquí y allá arden pequeñas hogueras.

Éste es el ritual diario que soldados, socorristas y vecinos repiten desde el viernes pasado, cuando un alud provocado por el huracán Mitch arrolló ocho comunidades de la ladera del volcán Casitas. Hasta ahora se han encontrado 200 cadáveres en los cañaverales. Llegaron del cerro, arrastrados a lo largo de 17 kilómetros por un caudal enloquecido de agua y fango. Muy cerca, en el ingenio azucarero de San Antonio, cuna del famoso ron Flor de Caña, los trabajadores han hallado otros 250 cuerpos. El número de muertos a causa del alud se eleva ya a 2.000.

Posoltega es, de momento, el municipio más afectado por el Mitch, que ha dejado en Nicaragua 4.000 muertos y 750.000 damnificados. Las informaciones que van llegando de los municipios norteños de Wiwilí y Quilalí podrían empeorar aún más el panorama.

"Todos los inviernos sentíamos los estruendos del volcán", cuenta Abel Morales, vecino de Santa Narcisa, que ha perdido a 60 familiares. "Pero el viernes por la mañana fueron más fuertes. Había nubes bajas, y muy poca visibilidad. Vino un rugido, y detrás todo. Los que estaban trabajando en el campo se salvaron. Los de mi pueblo también, porque estamos más en alto". No así los habitantes de El Porvenir, Rolando Rodríguez, Calle Real y Ojochal, que desaparecieron del mapa.

El volcán Casitas se alza apacible en medio de la llanura, con la ladera pelada como único vestigio de su voracidad. Pero todo a su alrededor es desolación. Los puentes de cemento arrancados de cuajo, las presas reventadas y las hectáreas de cultivos anegadas en fango dan una idea de la fuerza brutal del alud, que destruyó en varios puntos la carretera entre Managua, la capital, y la frontera con Honduras.

Hasta el miércoles no se pudo acceder por vía terrestre a Posoltega, en el departamento de Chimaltenango. Cubrir el tramo de 120 kilómetros entre este municipio y Managua lleva entre tres y cuatro horas, si hay suerte. Dos puentes móviles instalados por el Ejército permiten a los vehículos cruzar, de uno en uno, los ríos Trapichón y La Leona, convertidos en inmensos cauces. Al menor percance, el tráfico queda interrumpido.

La apertura de la carretera es una de las pocas alegrías que han tenido los damnificados, desesperados ante la falta de ayuda. "No hemos recibido nada, la gente se desmaya de hambre", se lamenta Felicitas Zeledón, alcaldesa de Posoltega, la misma a quien todo el país tomó por loca cuando anunció en la radio el desastre que vivía su municipio. La cabecera, de unos 4.000 habitantes, está sin luz ni teléfono. Otros 10.000 vecinos andan repartidos en albergues improvisados, en precarias condiciones. Las reservas de alimentos se han terminado.

El zafarrancho organizado por las distintas instancias para acaparar el reparto de los escasos víveres tampoco ha ayudado a resolver la situación. Las disputas entre el gubernamental Partido Liberal y el Frente Sandinista de Liberación Nacional, que encabeza muchas de las alcaldías afectadas, han llevado al presidente nicaragüense, Arnoldo Alemán, a encomendar a los obispos la coordinación de la entrega de las ayudas.

"Queremos garantizar que el abastecimiento llegue a los verdaderos damnificados", explica Bosco Vivas, obispo de León, quien tiene a su cargo el municipio de Posoltega. "Nosotros somos mediadores. No voy en plan proselitista, y pido a los demás que se despojen de otras ideas que no sean las de servir al prójimo. Todos han intentado sacar provecho político de la desgracia, y no colaboran entre ellos. Eso es lo que intentamos romper".

La falta de medios desespera no sólo a los pobladores, sino al propio Gobierno. Con una flota de siete helicópteros para atender a todo el país, el Ejército no da abasto. Los sacerdotes de Posoltega y de Chichigalpa han organizado expediciones para reunir a los pobladores que aún quedan en las faldas del volcán y conducirlos a la cabecera municipal.

Como si una maldición se hubiera cernido sobre la región, ahora el vecino volcán Cerro Negro se despereza: la lava avanza por la ladera norte 50 metros diarios

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