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Habas contadas

En la antigua Grecia, cuando resultaba necesario decidir sobre alguna cuestión, el Consejo suministraba a los ciudadanos un puñado de habas: anónimas alubias rojas y blancas eran empleadas para votar a favor o en contra, de modo que más tarde sólo quedaba efectuar el recuento, que, podemos imaginar, se prestaría a confusiones y tejemanejes, aunque las clámides, chitones, y demás veleidades de la moda de hace veinticinco siglos no permitirían el sencillo procedimiento de guardarse una haba en el bolsillo y santas pascuas. Algo similar, sin duda, ocurría en la Península, aunque, posiblemente, por eso de darle color local, a la votación seguiría una buena alubiada con las papeletas de voto; sólo de ese modo puede explicarse la obsesión rayana en psicosis de los vascos respecto a la política; nuestros ancestros tal vez se alimentaron de elecciones, o devoraron literalmente las oportunidades de participar en el Estado. Ante eso cabe pensar que sus descendientes hemos venido a menos, ya sólo dos semanas cada algunos años mamamos de ese alimento primigenio. Y además, hemos perdido parte de la voz, y sólo unos cuantos carteles aleteando tristemente por las calles nos recuerda que ha pasado la gran fiesta del pueblo, la alegría de decidir, y que tras el festejo nos queda limpiar las sobras; sobras que los partidos no se encargan de recoger, posiblemente demasiado ocupados en repartirse el pastel de los escaños. Resulta extraño constatar que, pese a todo el bombardeo de medios, de datos, de discursos, pese al casi inmediato recuento de habas... de votos, con que somos bombardeados, carecemos de educación política. Los representantes de los partidos emplean una retórica que ya era vieja durante el apogeo de Atenas, y hacen gala de escasísima imaginación; si se tiene en cuenta que las ideas políticas novedosas en este siglo han incluido el fascismo, deseos entran de suplicar que las cosas sigan como están; pero se echa de menos un discurso coherente, la sensación de una honestidad que se perdió tal vez también en tiempos antiguos. Podríamos consolarnos si las carencias en la educación se limitaran a la política: pero la existencia de una mera ética social parece encontrarse en precario equilibrio. Esta misma mañana, cuatro jóvenes se han sentado en el tren conmigo; tres discutían, el cuarto les leía las últimas novedades del periódico; tan absortos se encontraban en la nueva composición de gobierno que han hecho caso omiso de una señora mayor, que subió tarde al tren y había quedado sin asiento. Mis miradas de reconvención debieron ser achacadas a mi rechazo al resultado de las elecciones, porque los muchachos continuaron gritando y apoyaron los pies sobre el asiento, sin duda agotados por su afán de arreglar la sociedad. Pudo ser ese malhumor el que me hizo reflexionar todo el día sobre la pérdida de valores éticos, de un comportamiento social mínimamente aceptable. En nombre de la democracia nadie osa reprochar unos modales incorrectos al otro; nuestra tolerancia se ha transformado en indiferencia, y la libertad en libertinaje. Acuden a la mente desasosegantes recuerdos de la Roma imperial en plena descomposición. Por fortuna, esos temores son desechados enseguida. Jamás hemos logrado ser un imperio. Nos ha tocado vivir un tiempo en que todo cambia; tal vez sea ese interés desmedido por la política, o por todas las formas de ficción, televisión, internet, cotilleos, un deseo desesperado de huir de la realidad. La señora del tren, una vez logrado su asiento, se perdió pronto en sus pensamientos, ajena al devenir de las decisiones importantes. Yo, en pie, cargada como a propósito con más libros y peso del habitual, rumié mi rabia el resto del camino, culpé de mi mal viaje a la política. Sin duda, si los cretinos sentados no estuvieran tan preocupados por las alubias que habían depositado, o por los escaños en Álava, hubieran cedido caballerosamente sus asientos a la señora antes que yo. Sin duda. O eso quise creer.

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