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La cultura de Ford

RAMIRO REIG Siempre que se produce un conflicto entre una gran empresa y los sindicatos saltan a la palestra los aguerridos defensores de la libre empresa (meritorios o a sueldo) para acusar a los representantes de los trabajadores de falta de flexibilidad. Los sindicatos españoles, vienen a decir, siguen aferrados a una cultura reivindicativa periclitada y no se han enterado de los retos que plantea la globalización. Dejando aparte que esto no es cierto, lo que más llama la atención en estos sermones admonitorios es que, frente a la supuesta falta de lógica negociadora en los sindicatos, se supone que las empresas actúan con la más absoluta y perfecta racionalidad. Sin embargo, como puede leerse en cualquier manual de gestión empresarial, la racionalidad de las empresas es limitada, no sólo porque no son omniscientes, sino porque también ellas están condicionadas por una determinada cultura que conforma y deforma su comportamiento. La historia de la empresa Ford nos ofrece un buen ejemplo. Durante casi 50 años, de 1901 a 1947, estuvo dirigida autocráticamente por su fundador, una personalidad tan genial como arbitraria. Su genialidad está fuera de discusión. Henry Ford no sólo revolucionó el mundo del automóvil, con el sistema de producción en serie, sino que abrió paso a una nueva etapa del capitalismo, la del llamado capitalismo de bienestar caracterizado por la democratización del consumo. El primer Ford T, en 1908, se vendió a 880 dólares. En 1914 su precio era de 220 dólares y estaba al alcance de todas las fortunas. Pero la arbitrariedad de sus métodos de dirección no es menos evidente. El profesor de Harvard A. Chandler, en sus dos conocidos trabajos La mano visible y Escala y diversificación, contrapone la gestión de Ford a la de General Motors para mostrar por qué esta empresa desbancó a su rival. Mientras General Motors ampliaba su presencia en el mercado, mediante un proceso de fusiones, y dirigida por Sloan realizaba la revolución managerial, Ford, temeroso de perder el control de su empresa, se aferraba a sus primeros éxitos y acentuaba los rasgos de una dirección personalista. A principios de los años veinte General Motors disponía de una gama de coches que se adaptaba a la creciente diversificación del mercado (desde el lujoso Cadillac al económico Chevrolet) mientras que Ford se empeñaba en seguir a toda costa con un único modelo sin cambiarle ni una coma. El Chevrolet, que ya se aproximaba al precio del Ford T, disponía de arranque eléctrico mientras que para mover el Ford había que darle a la manivela. Pues bien, estas obviedades no se le podían ni mentar al irascible jefe. El Ford T había salido perfecto de su cabeza jupiterina y había que seguir fabricándolo hasta que todos los habitantes del planeta lo compraran. En una ocasión su hijo Edsel, aprovechando un largo viaje del tozudo padre, preparó un prototipo de Ford T con algunas modificaciones. Testigos presenciales cuentan que, al mostrárselo, se subió al capó y lo pisoteó con furia gritando, "no, no y no". Esta cómica anécdota se convirtió en trágica historia cuando su hijo consiguió, tras muchas súplicas, que se le permitiera preparar un nuevo modelo. El padre, que controlaba la fábrica a través de una red de soplones y hombres de confianza, fue boicoteando bajo mano el proyecto, forzó a que el Ford-Edsel saliera antes de tiempo y consiguió que fuera un fracaso. El bueno de Edsel, que tenía un monumental complejo de Edipo, en lugar de matar simbólicamente al padre, se murió realmente del disgusto. Al final, cuando ya era demasiado tarde, el gran jefe cedió y en 1927 dio paso a un segundo modelo que, curiosamente, era una copia corregida del que había hecho fracasar. Por estas fechas la empresa había perdido su liderazgo. Su fabulosa cuota de mercado, un 60% en 1914, había descendido al 30%, claramente superada por General Motors. Desde luego no se puede decir que fuera un modelo de gestión empresarial y de previsión del futuro. Lo peor de una dirección autocrática, como la que practicó Ford hasta la muerte del fundador, es que genera múltiples vicios en el funcionamiento interno de la empresa. El director pretende controlarlo todo personalmente pero, tratándose de una gran corporación, lo que ocurre es que se forman camarillas y redes ocultas de poder que crean sus propios ámbitos de influencia. Para mantener su autoridad Ford se dedicó enfrentar a unos contra otros, favoreciendo o castigando a los distintos departamentos cuando se le iban de las manos. Según Collier y Horowitz, en su documentada historia de los Ford, cuando el nieto, Henry Ford II, accedió a la dirección, en 1947, se encontró con una empresa ingobernable, un auténtico galimatías o reino de taifas en el que las prerrogativas de los distintos departamentos se solapaban. Contrató a una de las figuras de General Motors, M. Breech, quien, después de hacer leer a todos los directivos el libro de Drucker The Great Corporation, implantó la clásica organización de las corporaciones modernas, la llamada organización en M, jerárquica y multidivisional. Pero por lo visto ni la aplicada lectura de Drucker ni el nuevo organigrama dieron resultado ya que Breech dimitió y se volvió a General Motors. Entonces se fichó a un león del management, Lee Iacocca. El joven y ambicioso Iacocca se dio cuenta de que, al margen de la organización formal, el poder en Ford dependía de las redes y camarillas ocultas. De manera que se dedicó a tejer, en torno al proyecto del Ford Mustang, una red de incondicionales y a situarlos en puestos clave hasta que llegó un momento en que tenía un poder real mayor que el director nominal, que andaba paseándose por el mundo. Pero como éste era el dueño de la empresa y, al igual que el abuelo, no tenía que dar cuentas a nadie, le destituyó de forma fulminante. Parece ser que a partir de entonces el trotamundos, y un poco play boy, Henry Ford II se hizo cargo de la empresa, laminó a los conspiradores y consiguió ponerla en orden. He escrito "parece", pero no deja de ser una suposición ya que, dada la poca transparencia de la empresa, nunca se sabe lo que pasa en ella. No hace falta decir que una empresa, dirigida autocráticamente por un monarca que no escuchaba ni a sus consejeros, fue a lo largo de su historia visceralmente antisindical. Cuando en América, a raíz de los trabajos de Elton Mayo realizados en la Standard, se puso de moda crear departamentos de personal para establecer un diálogo con los trabajadores, Ford colocó al frente del suyo a un antiguo sheriff y a su equipo de matones, cuyos dotes de persuasión consistían en la intimidación física de los descontentos. Años más tarde, cuando Roosevelt institucionalizó el diálogo social con los sindicatos mediante la ley Wagner, Ford se negó obstinadamente a aplicarla. Incluso rechazó una invitación del propio presidente para discutir el asunto, acusándole públicamente de comunista. Todo esto es historia pasada y no tiene por qué seguir siendo así. Sólo he querido recordarlo para mostrar que la pretendida racionalidad del comportamiento empresarial es bastante cuestionable. Henry Ford fue un genio pero se comportó en muchas ocasiones de una forma obtusa e irracional, movido por el deseo de demostrar que era él quien mandaba. La cultura de la empresa Ford, forjada a lo largo de su historia, participa de esta ambivalencia, de su genio y su mal genio, de su intuición y su obstinada ceguera. La accidentada negociación del convenio, en el que la empresa al fin ha reconocido la justeza de algunas reivindicaciones de los trabajadores, ha estado acompañada de gestos de prepotencia que han prolongado innecesariamente el conflicto y muestran que Ford no ha superado la herencia autocrática y oscurantista de su fundador. Los comentaristas económicos no han cesado de quejarse de las graves consecuencias de la huelga para la economía valenciana. Estaría bien que le pasaran la factura a la empresa o, al menos, que la pusieran a cuenta de las subvenciones que recibe de la Generalitat. Ramiro Reig es profesor de Historia de la Universidad de Valencia.

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