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Derribar el muro

JAVIER UGARTE Triste condición la del analista que debe saber del presente, conocer el pasado y atisbar lo que está por llegar. Demasiado para cualquiera, entiéndanme; de modo que sean comprensivos con ellos; al fin y al cabo, son también necesarios. Sean comprensivos tras el 25 en que toca desbrozar una jungla de incertidumbres con viejos machetes ya gastados, con tópicos manidos pero muy socorridos. Pues bien, resulta claro que las pasadas elecciones han marcado un hito en nuestro pasado reciente. Lo que ya no está tan claro es el sentido que tomarán las cosas a partir de ahora. Pudiera ser -y sería lo malo- que ésta fuera una situación sedimentada, mineral, producto de un estado de cosas anterior, de suerte que la actual fragmentación política se mantuviera fósil en las sucesivas elecciones; que nos viéramos abocados a permanentes e ineficaces gobiernos de coalición. O bien, pudiera ser -y ésta sería la lectura optimista- que ayer comenzara el futuro. Que las elecciones fueran el final de una etapa en la que se ha jugado, por ambas partes, al enfrentamiento nacionalismo-antinacionalismo hasta la exasperación (véase Lizarra o la gira relámpago de los "tres tenores", en acertada apreciación de Manu Montero), la cima de una situación intencionadamente tensionada que tiende ya a quebrar. Claro que para que esto ocurra será necesario un acto de voluntad; y de eso no andamos sobrados. Sin embargo, hay indicios de que las cosas pueden cambiar. Condición indispensable y decisiva es que ETA deje de matar definitivamente, que progresivamente adelgace la cultura de la violencia, que costará disipar. Por lo demás, los partidos comienzan a hacer números y a comprobar que de la tensión y la radicalidad no se obtiene un beneficio electoral. El PSE (300.000 votos en 1993 y hasta 350.000 en 1982 frente a sus 218.000 de hoy) debe meditar sobre ello. Pero especialmente el partido de Arzalluz el Tronante. Debe saber ya que el PNV obtuvo 450.000 votos en 1984 (con un discurso integrador), casi el 43% de los emitidos, mientras que hoy, sumándole los votos de EA, que ya es sumar, llega al 37%. Debe saberlo, debe saber que un centro populista puede -y debe- crecer más allá del colectivo etno-euskaldun, y debe estar adoptando ya las medidas oportunas de cara a las municipales (sería lo razonable). Para que un nuevo tiempo comience, aparte de la desaparición de ETA, hay que romper con ciertos tópicos y confirmar alguna certidumbre. Hay un tópico que resulta casi un insulto: al parecer, estas elecciones han mostrado la pluralidad de la sociedad vasca. Acabáramos. ¿Más que la alemana o la española? Pues a ellos les basta con dos grandes partidos y algún partido bisagra. Esta es una sociedad culturalmente plural, claro; y, además, políticamente fragmentada, habría que añadir. Eso dificulta enormemente la gobernabilidad, pues, al no haber partidos eje de coalición, se forman gobiernos de superposición antes que de unión. Se impone, pues, la simplificación. El PNV debe hacer esfuerzos por acercar a EA; otro tanto el PP con UA, y el PSE con el votante de IU. Y hay un tópico de efectos perniciosos, de cuya falsedad todos sabemos, aunque nos agrade pensar lo contrario; una falacia que habría que derribar con premura. Se sostiene que en el País Vasco no hay dos comunidades (o que, en su caso, sólo son políticas; qué dislate). Todos sabemos de dos colectivos difusos (no comunidades territorialmente segregadas como en Irlanda, claro), que se comunican, sí, pero que participan de dos mundos de convenciones contrapuestos: el etno-euskaldun, por entendernos, y el que no lo es. Sobre esa realidad pertinaz se ha organizado la última campaña de confrontación. Trabajar sobre esa certidumbre ayudaría a derribar el tenue muro que aún las separa. Los partidos pueden ayudar a ello dirigiéndose indistintamente a ambos colectivos. Así derribarían de paso su actual techo electoral. Pero para ello deben, y pueden, cambiar sus discursos: vasquizarse, que no hacerse vasquista, el PSE, y abrirse al otro el PNV. Todos saldríamos ganando con ello.

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