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Savoret

Un primo de mi padre, que se llamaba Savoret y en la Segunda República era joven y anarquista, se convirtió durante la postguerra en una más de las innumerables víctimas de Francisco Franco: prisionero y condenado a muerte, su cuerpo se fue pudriendo por dentro en las cárceles del generalísimo y, una vez desahuciado y con los pulmones tuberculosos, el régimen lo dejó libre para que su familia se encargara de él. Regresó a Poliñá de Júcar y tuvo el tiempo justo de engendrar un hijo y verlo antes de morir, pero a distancia, pues se negó a tomarlo en sus brazos para no contagiarle la enfermedad. Yo, por supuesto, no lo conocí, pero la llama de su desgracia, mantenida ardiendo por mi padre al calor de los años, me ha acompañado siempre como una señal de que hay actos inhumanos que nunca prescriben. A la figura de Savoret le dediqué mi primera novela, La parábola de Carmen la Reina, y a él mismo, con otro nombre y en otra ciudad, lo incluí como personaje en el cuento Señorita Custodia. En este país nuestro tan olvidadizo, desde Valencia a Pontevedra, desde Málaga a Bilbao, hubo tantos Savoret caídos gratuitamente a causa de un militar gallego, que sus nombres llenarían centenares de páginas. Fueron gentes cuya muerte quedó impune. Más aún, sus allegados sufrieron durante décadas el escarnio de haberlos querido. A pesar de que alguna literatura barata afirma que "el criminal nunca gana", lo cierto es que, en la práctica, suele ganar. Franco falleció como un abuelo más, rodeado de los suyos, e incluso goza aún en exclusiva de un bucólico valle en que reposan sus huesos abominables. George Santayana dejó escrito que quienes no recuerden el pasado están condenados a repetirlo. Por eso yo, que practico la memoria, me siento parte de la acusación en el tremendo susto que un juez español le está dando al general Pinochet, paradigma viviente de todos los dictadores homicidas que han poblado este siglo: Stalin, Hitler, Franco, Idi Amin, Somoza, Macías, Videla y tantos otros, que fueron o son responsables directos del exterminio de millones de seres y que, por primera vez, están sintiendo en sus mejillas -a través de las de Augusto Pinochet- el aliento frío y aséptico del código penal, que podría serles aplicado un día en tribunales extraterritoriales provistos de garantías de justicia, algo que ellos nunca permitieron. No sé cómo acabará este asunto, aunque sí de qué manera me gustaría que lo hiciese. Por desgracia José María Aznar, de quien depende la solicitud de extradición o el archivo de la causa, pertenece a la cuerda política del dictador, la derecha hoy reciclada y, según dicen, respetuosa de las urnas, lo cual me hace temer que todo quede en agua de borrajas. Hay muchos intereses ocultos enhebrados en este imbroglio, muchas inversiones españolas en Chile, que peligrarían en razón del enorme poder con el que Pinochet aún tutela la mascarada democrática del país hermano. Por eso, o mucho me equivoco o el viejo carnicero, al igual que el nuestro (su ídolo), morirá también en la cama, aislado en un búnker santiaguino, pero irreductible y sin pedir perdón. Me conformo, no obstante, con el enorme desasosiego que a estas horas ha de estar sintiendo en un lujoso hospital de Londres. Descansa, pues, en paz, Savoret. Estás vengado.

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