Marsalis, un caso único
Wynton Marsalis ha aprendido a echarse a la espalda las críticas que le tachan de conservador y hasta de reaccionario. Incluso da la impresión de que las agradece, como si presintiese que si no le hubiesen culpado prácticamente de todo lo malo que le ha sucedido al jazz en los últimos 15 años no sería hoy ni la mitad de famoso. Está tan seguro de sí mismo que cuanto más le acosan con la matraca de que es un revisionista caduco, con más fuerza se aferra a sus principios. La recompensa de ser un maestro en llevar la contraria ha sido que el poder oficial estadounidense le ha concedido la cátedra oficiosa del jazz. Entre los muchos medios expresivos que maneja, la Lincoln Center Jazz Orchestra, que empezó su gira en Barcelona el pasado jueves y continuó en Zaragoza, Madrid y ayer finalizó en Sevilla, no es el más interesante ni el que mejor retrata su personalidad, pero sí es el más adecuado para reflejar su compromiso con el jazz clásico.Esta brillante herramienta formada por 16 músicos de destrezas y talentos varios funcionó con inmaculada pulcritud y precisión casi científica sin necesidad de director. El trabajo duro ya estaba hecho, de modo que Marsalis pudo vestir el uniforme oficial de la orquesta y sentarse tras el pupitre como uno más: la única diferencia exterior era que su pajarita tenía lunares. El genio lo llevaba por dentro y lo mostró generosamente en un solo estratosférico mediado el concierto.
Wynton Marsalis
Lincoln Center Jazz Orchestra con Wynton Marsalis.Palacio de congresos. Madrid. 24 de octubre.
La sección dedicada a subrayar la influencia caribeña en el jazz se abrió con Moon over Cuba, bien expuesta por Wayne Goodman con el inusual trombón de pistones para guardar absoluta fidelidad histórica con la versión original del puertorriqueño Juan Tizol. La orquesta se cuidó muy mucho de no evocar aquella atmósfera sonora con el talante trotón, efectista y enfáticamente bailable que es habitual, sino desde el refinamiento tímbrico, la sutileza dinámica y el carácter reposado y concertístico. Tanto era así que la sección rítmica pudo parecer por momentos demasiado académica, algo hipocalórica y rígida.
La orquesta siguió declinando el verbo swingar en pasado pluscuamperfecto cuando atacó la melodía juguetona de Tickle toe, pieza emblemática de la orquesta de Count Basie, y la jubilosa figura rítmica de Manteca, la inmortal suite de Dizzy Gillespie y Chico O"Farrill. Pero el temario de la Lincoln Center da para mucho (varía noche a noche) y también acogió rarezas como Congo mulence, una composición del oscuro arreglista A.K. Salim. que ya figuraba en el repertorio de los años 50 del añorado Machito. Wynton y los suyos estaban encantados buceando en el tiempo y completaron su labor con un dinámico éxito de los 30 y una bonita balada del gran Neal Hefty que bordó el saxofonista Ted Nash con el alto. Con todo, lo mejor de la noche fue otra suite, una soberana pieza compuesta por el propio Marsalis y titulada Big train.
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