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NacionalistasJOAN B. CULLA I CLARÀ

He perdido ya la cuenta de las veces que Mario Vargas Llosa ha desperdiciado su talento y sus energías en denostar lo que él llama "los nacionalismos". La última fue el pasado viernes, en el Club Cultural Círculo de Lectores de Madrid, y, según las crónicas, el escritor echó el resto en el arte de descalificar y connotar negativamente "cualquier forma de nacionalismo" e incluso, más en general, "eso tan peligroso que es la identidad": "entraña irracional", "prácticas violentas", "violaciones de los derechos humanos", "abierto o solapado racismo", "cultura cursi, provinciana y ridícula", etcétera. Ante lo brutal y reiterado de la acometida, uno siente la tentación de entrar al trapo y recordarle al novelista de Arequipa sus grandes éxitos como analista y como actor político en Perú, y su fundamental contribución al encumbramiento de Alberto Fujimori, o bien de ironizar acerca de lo cómoda que debe de resultar la ciudadanía española obtenida por gracia especial y ejercida desde Londres... Pero no. Ni siquiera voy a insistir en lo antiestética que es, cuando se pretende sostener un debate intelectual digno de este nombre, la criminalización, la abominación del contrincante en términos apocalípticos como los antes citados. Dejémoslo por hoy. Vargas Llosa sostuvo el otro día que "los nacionalismos tienen más que ver con el insulto y la pasión que con la inteligencia. No dialogan...", y me gustaría desmentirle con una reflexión modesta, sosegada y tejida al hilo de la actualidad sobre qué es eso de ser nacionalista. Porque, a tenor del discurso de Vargas Llosa y de otros, se diría que los principales nacionalistas del mundo son los catalanes, los vascos, los eslovacos... y alguna otra sanguinaria tribu balcánica. Sólo ésos, al parecer, rendimos culto al tótem identitario o nos entretenemos en preservar la lengua propia. Los demás, los franceses, los italianos, los noruegos o los españoles, van por la vida desnudos de toda preocupación semejante, sin leyes que defiendan sus idiomas, ni escuelas que transmitan a sus hijos una historia, una cultura, un imaginario colectivo específicos, ni medios de comunicación que reproduzcan todo eso. Ahora veamos: ¿cuál es la naturaleza de la pulsión que mueve a José Borrell, candidato socialista impaciente por instalarse en La Moncloa, a ofrecer a su directo rival, José María Aznar, un apoyo franco y desinteresado que le ayude a librarse del asedio del PNV, Convergència i Unió y otros disgregadores periféricos? ¿Y qué resorte empuja a Felipe González a pedir, durante la campaña electoral en Euskadi, el sufragio de los votantes populares? De unos votantes a los que se supone partidarios de otras prioridades económicas y fiscales, de otros acentos en política social, en legislación laboral, en educación o en sanidad... Entonces, ¿cuál es el sustrato común a los electorados vascos del PSOE y del PP que permite a un líder de la talla de González creerlos en gran medida intercambiables? ¿No será, por ventura, un sustrato identitario? Fijémonos a continuación en Aleix Vidal-Quadras, caballero andante de la recta doctrina liberal, crítico despiadado del socialismo en general e implacable hasta el insulto con el socialismo hispano en particular, con el PSOE como organización; ¿recuerdan aquello que dijo del "vertedero" cuando Narcís Serra, habiendo cesado en la vicepresidencia, se reincorporó a la política catalana? Pues bien, ¿cómo se llama la fuerza que impulsa a Vidal-Quadras a expresar su acuerdo total y su apoyo entusiasta a la Declaración de Mérida, engendrada y parida por los tres últimos presidentes regionales del PSOE? Desde luego, podemos afirmar que no es la disciplina de partido. Y siendo Aleix Vidal-Quadras un defensor acérrimo y sin tacha del actual ordenamiento constitucional, ¿en virtud de qué extraño sortilegio el pasado 12 de octubre, frente a la estación de Sants, su nombre fue citado con elogio y profusamente ovacionado por Ricardo Sáenz de Ynestrillas y los asistentes al mitin de la Alianza por la Unidad Nacional? Un movimiento, este último, que repudia sin embozo la Constitución de 1978 y el régimen parlamentario vigente, que abomina tanto del PSOE como del PP, pero cuyo líder y cuyos seguidores tampoco tuvieron empacho alguno en aplaudir la "dignidad" de las últimas actitudes socialistas, y en especial el documento de Mérida. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero con éstos basta para evidenciar que entre posturas políticas antagónicas en casi todo existe un mínimo común denominador. Y bien, si este elemento transversal, si este reflejo compartido por gentes de los más dispares horizontes ideológicos -socialdemócratas, conservadores o neofranquistas-, si eso no es un plausible, legítimo y robusto nacionalismo español, ¿qué es? Y, por favor, no me respondan que se trata simplemente de patriotismo. En el mejor de los casos, el patriotismo no es otra cosa que el nacionalismo legitimado y ennoblecido por la posesión de un grado suficiente de poder. De poder político, económico, cultural y social. El diálogo es siempre un ejercicio laborioso, sobre todo cuando concierne a sentimientos, lealtades y pertenencias. Pero deviene imposible si, a la manera de Vargas Llosa, se empieza por arrojar al otro a las tinieblas exteriores de la maldad intrínseca. Y resulta muy complicado si uno de los interlocutores trata, consciente o inconscientemente, de enmascarar su propia condición. Días atrás, una de las espléndidas viñetas de Máximo para EL PAÍS rezaba: "Otra solución sería que todos los españoles nos declarásemos nacionalistas vascos. Y catalanes". En mi opinión, y de momento, bastaría con que los nacionalistas españoles se reconocieran a sí mismos, sin complejos, como tales.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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