Pinochet y la geografía de los derechos
Hace unos años, Vázquez Montalbán, refiriéndose a los crímenes de la dictadura militar argentina, lamentaba que no pudieran tener otro Núremberg que "el de la memoria". A sabiendas de que en la materia son bastantes los desmemoriados. Seguramente, ésa era también la impresión del general Pinochet. Sin embargo, las cosas han cambiado. No en el plano normativo, en el que, por lo que ahora se ve, las reglas no tenían que cambiar: bastaba simplemente aplicarlas. Lo que ha cambiado, o comenzado a cambiar, es la práctica judicial.
Como el lector recordará, las primeras vicisitudes en el juzgado suscitaron recelos, sospechas de afán de protagonismo, de usos retórico-políticos del derecho. También intervenciones de una fiscalía con pintoresca interpretación del delito de terrorismo, inspirada en un realismo político nada sutil, impregnado de ese positivismo jurídico de cuartel al que se debe la teoría de las democracias en estado de necesidad y la lectura de las listas de muertos y desaparecidos en clave de cirugía patriótica de urgencia.
Reverdeció también todo un cúmulo de consideraciones acerca del respeto debido a los procesos históricos de transición, cuyo protagonismo correspondería en exclusiva a las ciudadanías de los países interesados. Se reiteraron las llamadas a la prudencia y al sentido común, al respeto a la generosidad de quienes habían optado por olvidar el pasado a cambio de paz en el presente y cabe que en el futuro. Se recordó la vigencia de una especie de principio de no injerencia en la historia de países ajenos; con el argumento implícito de que cada colectividad, dentro de sus fronteras, es el único sujeto legitimado para actuar como protagonista de la propia.
No seré yo quien trivialice sobre algunos de estos razonamientos ni reste importancia a la gravedad de las situaciones en las que fueron operativos, bajo la amenaza real de poderes fácticos heredados, dotados de pleno vigor.
Ocurre, no obstante, que, sin abandonar el terrreno de la experiencia histórica y dejando a un lado, de momento, consideraciones normativas, también forma parte de ella el dato de que las políticas masivamente homicidas que son el referente de esta reflexión se pusieron en marcha bien a sabiendas de que la eventual respuesta de alguna justicia criminal no formaba en absoluto parte del horizonte de posibilidades a tener en cuenta. Es decir, se contaba con la impunidad como dato integrante del futuro previsible, cualquiera que llegase a ser el tratamiento de las políticas criminales de las dictaduras; siempre asuntos internos de los respectivos países.
Con lacerante paradoja, mientras los intereses más sórdidos, y, desde luego, los nada secundarios de carácter económico inherentes a tales odiosas vicisitudes, no conocieron problemas de fronteras ni de aduanas, y disfrutaron de una precoz ciudadanía universal; los mecanismos de protección de los derechos dramáticamente quebrantados, primero, y las posteriores legítimas acciones de reparación jurídica, después, tuvieron que detenerse ante aquellos confines, administrados en esto de forma tan distinta que autoriza a hablar de una peculiar geografía de los derechos. Que, claramente, ha venido siendo equivalente a la negación práctica de los mismos en una parte sustancial de la geografía del planeta. Como sigue sucediendo, en este peculiar contexto internacional en el que, sin embargo, puede montarse una guerra del Golfo en quince días si la naturaleza y la titularidad de los derechos en conflcto lo justifica.
Pero el asunto, aparte de la dimensión moral, tan obvia como asusente de algunos discursos, tiene otra jurídica y jurídico-positiva que no cabe en modo alguno dejar de lado. Y tampoco enterrarla con hechuras de rábula bajo la letra pequeña del boletín o gaceta oficial del Estado de turno. Estado nacional, por supuesto, en una materia en la que por razones del mejor derecho debería ya prevalecer de manera incondicionada el más generoso universalismo.
En el caso del general Pinochet y de los procesos que le afectan en España, aparte de las reglas de atribución de la competencia al juez español, de difícil discusión con la ley en la mano, concurren razones de derecho sustantivo que los valedores de los derechos de las víctimas se han encargado de explicitar de forma no fácil de refutar. En todo caso, razones dotadas de un rigor jurídico que hace que la decisión al respecto tenga que ser jurisdiccional, esto es, corresponder, de manera exclusiva, a los tribunales.
En efecto, en el caso del delito de genocidio, se debe a los propios inculpados, en sus textos y declaraciones, el mejor argumento para la actual criminalización por ese concepto. Los asesinados y desaparecidos lo fueron, según tales fuentes de la máxima autenticidad, como grupo de nacionales que no cabía en el desalmado proyecto de nación concebido por las dictaduras del Cono Sur.
Y que la hipótesis del terrorismo como título de imputación está asimismo justificada lo demuestra la consideración de la naturaleza de los medios empleados y la de las acciones realizadas con ellos, que chocaban incluso con el orden jurídico de los regímenes golpistas. Que en esto y por eso tuvieron que actuar al margen de su aberrante legalidad, que ya es decir.
A tal sobreabundancia de las mejores y más altas razones de derecho se opone ahora la objeción derivada del status de senador de la actual democracia chilena del general (¡qué ironía!). El argumento difícilmente podría ser más surrealista y menos consistente. Primero, porque se trata de una ley que -como el decreto-ley que le hizo beneficiario de la amnistía-, vigente en Chile, no vincula a los tribunales españoles. Y, además, porque, considerado el asunto desde un punto de vista material y de la racionalidad de la norma, el privilegio invocado en favor del atípico parlamentario tendría razón de ser frente a la eventual imputación de acciones realizadas en el ejercicio de esa función y para preservar al Parlamento chileno de posibles intervenciones interesadas en alterar el resultado de las urnas. Cuando es diáfano que los actos que se trata de enjuiciar nada tienen que ver con Pinochet senador y todo parece indicar que esa respetable institución del país hermano podría soportar sin graves quebrantos en su funcionalisdad democrática el traslado del ex dictador del escaño al banquillo.
Los procesos en curso en Es-
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paña por crímenes de las dictaduras chilena y argentina implican un cambio de paradigma en el tratamiento judicial de los crímenes de lesa humanidad, una recuperación del sentido y de los recursos de la legalidad que, lamentablemente, permanecía infrautilizada como paradógica garantía de la no persecución real de los crímenes más odiosos. En ese contexto, el Gobierno de José María Aznar, que tanto se ha prodigado en declaraciones de respeto a la acción de la justicia en ocasiones bien próximas, tiene ante sí un caso ideal, toda una oportunidad histórica, para demostrar que en esas afirmaciones había algo más que retórica. Aunque parece bueno recordar que, en contra de lo que algunos creen, la opción en la materia no es, no puede ser, política, en el sentido de facultativa, porque no lo permite la categoría de los valores subyacentes.
Es el momento de poner un verdadero punto final a la estrategia de la indiferencia frente a los crímenes más horribles que ha venido prevaleciendo, de afirmar con hechos que en el futuro dejarán de existir zonas francas de derecho, fronteras en la geografía de los derechos, paraísos de la impunidad para los violadores de los más relevantes de éstos.
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