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Tribuna
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Mis encuentros con el dictador

La primera vez que me encontré con Pinochet, el pasado mes de agosto en Santiago, quedé impresionado por lo mayor que parecía. Iba vestido con traje y corbata, repeinado, pero su andar era inseguro. Sin lugar a dudas, el hombre que estaba delante de mi era Pinochet, el icónico dictador de mandíbula prieta, ojos azul pálido y recortado bigote ahora canoso, pero cuyos ojos se habían vuelto húmedos y nebulosos. Parecía haber empequeñecido. Estaba absorto en sus pensamientos y hablaba de forma incierta, a veces incluso incomprensible, comiéndose las palabras como lo hace un viejo . Sinceramente, me sentí decepcionado. Pero tan sólo fue una impresión inicial. Cuando le pregunté por su reacción a las amplias "críticas de los métodos que usó para gobernar" -en clara alusión al abuso de los derechos humanos cometidos durante su régimen- soltó una risita áspera y, entonces, su expresión se tornó seria, y habló con calma mientras elegía sus palabras. Era obvio que Pinochet se encontraba en pleno uso de sus facultades viéndole defender sus logros y años en el poder bajo el argumento de que la guerrilla de izquierdas había asesinado a su gente. Unos días antes, yo había hablado con uno de los colaboradores más cercanos del dictador y me dijo: "No fue fácil para el General entender esto de los derechos humanos. Piensa como un militar y responde a las amenazas atacando".

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El general entre rejas

En aquella ocasión pude ver que la descripción que se hacía de Pinochet era exacta sólo en parte. Por un lado, no sentía ningún remordimiento por las víctimas de su régimen, a quienes vio siempre a través de un blindado prisma ideológico. Eran marxistas, compañeros de viaje -el enemigo- e hizo lo que tenía que hacer en defensa de su patria. Al mismo tiempo, con sus astutas risas, sus ensayadas respuestas y sus evasivas a mis preguntas, percibí que Pinochet entendió muy bien lo que realmente significaba "derechos humanos", y que su régimen había cometido crímenes por los que él y sus camaradas todavía estaban en peligro de tener que rendir cuentas.

Salí de la entrevista con la sensación de que Pinochet era un hombre muy astuto que intentaba usar toda la influencia política que le quedaba para protegerse de cualquier castigo por lo cometido en el pasado. Sentí que la "reconciliación nacional", una frase que el ex general usa frecuentemente, era, de hecho, una palabra para designar algún tipo de acuerdo o inmunidad política que él esperaba alcanzar.

La última vez que nos vimos, el pasado 25 de septiembre, en Londres, Pinochet estaba viajando de incógnito -o al menos lo hacía sin fanfarrias-. Fui a supervisar una discreta sesión de fotografía que se le iba a hacer para su perfil en la revista The New Yorker. Sabía que había ido a Londres para una revisión médica, ya que los médicos chilenos, según su hija Lucía, tenían miedo a operarle y que pudiera morir bajo los efectos de la anestesia. A los pocos días de mi último encuentro, visitó a un especialista británico con la esperanza de que le pudieran operar. (Luego supe que Pinochet ya tenía concertada su cita, que el médico le había dicho que tenía que operarse inmediatamente ya que, de lo contrario, estaba en serio peligro de convertirse en un discapacitado permanente).

En el elegante hotel de Pinochet en Londres, me presentaron a algunos altos cargos militares chilenos vestidos de civiles que constituían su seguridad personal. Estaban nerviosos y, obviamente, molestos por mi presencia. Pero él había consentido en verme y su palabra tenía mucho peso. En un momento determinado, mientras estábamos sentados hablando en la recepción del hotel, Pinochet pareció visiblemente molesto y levantó un dedo. Uno de sus militares vino corriendo. Pinochet le dijo que quería una sala en la que no hubiera gente. "Sí, mi general, inmediatamente", susurró el militar antes de esfumarse. Minutos más tarde, estábamos sentados en un salón sin gente. Pinochet estaba satisfecho.

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La razón principal por la que quería volver a hablar con Pinochet era para averiguar si mi corazonada era buena. ¿Buscaba Pinochet un acuerdo político en Chile para acabar con las investigaciones de abusos de derechos humanos durante su régimen? En los últimos meses, se habían interpuesto contra él nueve procedimientos criminales diferentes. Le pregunté insistentemente sobre esto y al principio intentó eludir el asunto. Pero insistí. Finalmente explotó y, con voz irascible que fue elevando mientras hablaba, me confirmó que lo que él quería era un "final" para todas esas investigaciones sobre derechos humanos. Gritó: "A terminar con el caos". Fue deliberadamente imperativo, como si diera una orden militar. Su cara se llenó de ira y frustración. En ese momento, volvió a ser el general Augusto Pinochet, dictador de Chile, y estaba sentado conmigo en una sala de un hotel londinense.

Jon Lee Anderson es periodista de The New Yorker

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