Chapuza con muertes en BanyolesXAVIER BRU DE SALA
Cuando ya sabemos que los 20 jubilados franceses no fueron víctimas de un accidente fortuito, ni siquiera de la simple inconsciencia o de una chapucilla residual, lo menos que se puede hacer es detectar sus causas e intentar poner remedios. Aunque suene mal en el país de la cara neta y la feina ben feta sin fronteras, hay que atribuir la tragedia de Banyoles a un sistema de funcionar mal que persiste gracias a la creencia de que ya se funciona bien. La justicia dilucidará las responsabilidades personales o corporativas de los implicados, al parecer gravísimas. Las colectivas son cosa de todos. Empecemos por las propias, de los medios de comunicación, que son, amén de la consabida e inevitable truculencia, de dos tipos. Complicidad con los causantes ambientales de la tragedia y mala información por falta de conocimientos elementales. A la ausencia de unos medios de comunicación que investiguen un poco a fondo sobre las carencias y el mal funcionamiento se le añade una actitud complaciente con el estado actual de las cosas. El periodismo de denuncia está mal visto en nuestra supuesta Arcadia. Por otra parte, parece que, acostumbrados a tantas cosas raras como parecen suceder, nuestros periodistas hayan perdido el sentido de la lógica, olvidado a Arquímedes y desleído a Descartes. ¿Cómo iba un catamarán de esa envergadura a hundirse en las inmóviles aguas del lago por embarcar cuatro toneladas de más? Pues bien, después de salir a la superficie las magníficas vías de agua abiertas por el armador o propietario a pocos centímetros de la línea de flotación, había titulares que seguían atribuyendo la causa principal al exceso de peso (y es mejor no comentar la broma macabra del presentador televisivo que se permitió suponer que si los jubilados no hubieran estado tan gordos tal vez habrían sobrevivido). Complacerse en el error periodístico antes que buscar la objetividad a toda costa no es una tragedia, pero también contribuye a la miope autocomplacencia que las provoca. La responsabilidades colectivas son básicamente tres. Una, la autosatisfacción. Dos, la confianza en la suerte (como, por mucho que nos la juguemos, en general no suele ocurrir nada...). Tres, el caos y la inoperancia de la Administración pública responsable de la navegación turística. Aunque hubiera fundamento para la axiomática autosatisfacción catalana, que no lo hay, sería estúpido haberla puesto en circulación, porque sólo mejoran los que son conscientes de lo que les falta para alcanzar niveles óptimos. Es obvio que España, y Cataluña, han avanzado muchísimo en casi todos los frentes. Pero también lo es que seguimos arrastrando un buen número de deficiencias, y que las seguimos arrastrando porque nos hemos prohibido detectarlas. Una cosa es no reconocer los progresos reales y otra muy distinta confundirlos con los progresos de la retórica del cofoïsme. El pecado social que el hundimiento de L"Oca evidencia es la autosatisfacción. No es raro que lo pague Banyoles, porque es uno de los municipios más autosatisfechos de la muy autosatisfecha Cataluña. Lo malo ha sucedido, lo peor es que no haya inmediatos cambios de actitud. Cuando sucede una tragedia colectiva en tu municipio, lo menos que puede hacer un alcalde es mostrarse compungido. Aunque no tenga ninguna culpa. Pero el arrogante primer edil de Banyoles apareció a las pocas horas en televisión mirando un palmo por encima de las cámaras. Afirmaba, con total rotundidad, que las aguas del lago no corrían peligro de contaminación a causa de las baterías sumergidas. Ni un gesto de dolor por las 20 víctimas, que también lo son del espejismo de su autosatisfacción, de su orgullo gratificador de la negligencia y la irresponsabilidad colectiva. De momento, el consistorio que preside ha sido declarado responsable civil subsidiario. La obligatoriedad autosatisfactoria es causa de muerte, mientras que la conciencia de que aún nos falta mucho para alcanzar los niveles de seguridad que corresponden a los de desarrollo sólo puede dejar las cosas como están o provocar cambios que contribuyan a salvarlas. El turismo es el gran negocio de Cataluña y su seguridad debería ser una de nuestras primeras prioridades. La segunda lección de la tragedia del lago debería ser el abandono inmediato de la confianza en la fortuna. "Como nunca me ha ocurrido nada grave, lo más probable es que siga sin que me ocurra nada", reza un razonamiento tan falso como primitivo. Cuando se juega con la vida de las personas, sólo hay un modo de evitar tragedias: prevenirlas. La ecuación es muy simple: puesto que a mayor prevención menos riesgo, a mayor riesgo más prevención. La mayoría de los accidentes son evitables. No se deben, pues, a la mala suerte, sino a la falta de previsión. El accidente de la semana pasada pareció debido más a una conspiración de estupideces en cadena -incluidos los asientos mal fijados, que acumularon el peso a popa- que a unas simples faltas de previsión. Más a favor de la prevención. Prevención es seguridad y su contrario es riesgo. Hay que contar de antemano con la insensatez y el error humano, y confiar menos en el ángel de la guarda. No sé cuántas embarcaciones que pasean turistas habría que precintar en la Costa Brava, pero si sirve de algo un testimonio personal, yo he visto allí a un patrón insuflar éter 10 o 20 veces seguidas en los motores diesel con el barco lleno de pasaje. No sabía dónde meterme. El riesgo de explosión de los motores, y de naufragio y muerte subsiguiente, es importante. Pero el buen hombre seguirá con los conductos del gasóleo medio obturados, lo que produce típicas entradas de aire que paran los motores en cuanto hay oleaje, y en vez de cambiarlos o purgarlos por el método ortodoxo, echará mano del éter. ¿Hasta cuándo? Lo del éter es un detalle nimio en el enorme caos de la náutica turística y deportiva. Es perfectamente creíble que las autoridades en la materia no se hubieran enterado de la misma existencia de navegación lacustre en Banyoles. Hay demasiada gente haciendo lo que no debiera. Funcionarios que aspiran a cumplir el expediente -en general innecesario y a menudo absurdo o contraproducente- con las mínimas molestias. Directrices de sus jefes que desvían su función orientándola a recaudar en vez de reforzar la prevención y la seguridad. Los inspectores radiomarítimos se dedican a comprobar que los llamados aparatos radioeléctricos estén homologados, no que funcionen. Lo mismo ocurre con el material de seguridad. No se le ocurra comprarlo si está homologado en otro país europeo o pedirlo a Estados Unidos, aunque sea mucho mejor en el primer caso y muchísimo más barato en el segundo, porque sólo valen los dos o tres tipos homologados por las autoridades españolas, entre los cientos que están en el mercado. Entre en cualquier tienda de náutica y compare el material de salvamento homologado con el que no lo está. Siempre es mejor y más barato el segundo, pero no le servirá para pasar las inspecciones. Inspecciones, por otra parte, de lo más descabellado. Algunos certificados de navegabilidad o de flotabilidad -ya no recuerdo bien- se extienden tras una observación visual del barco en seco cuya duración se cuenta por segundos. Un colegio de ingenieros navales te cobra centenares de miles de pesetas por volver a calcular las curvas hidrostáticas y otros tecnicismos de cada unidad de las lanchas o veleros de serie, producidos hace muy pocos años por grandes astilleros europeos, porque sin este absurdo trámite, que se suma a un auténtico vía crucis, no lo puedes matricular en España. Cualquier persona con una mínima experiencia en la materia podría llegar al final de la página alargando la lista de disposiciones y actuaciones kafkianas de nuestras autoridades náuticas. Con dos finalidades que se dirían exclusivas: mantener cuerpos de funcionarios obsoletos y privilegios corporativos, y exprimir al contribuyente. Siempre en nombre de la seguridad, pero importando poco o nada la seguridad. No digo que haya corrupción porque no dispongo de pruebas, sólo sé que el sistema está montado para propiciarla a gran escala. Ante tanta absurdidad, las víctimas se defienden de la ferocidad administrativa mediante préstamos de material y expedición de facturas por un día -el de la inspección- y otras mil argucias que no voy a detallar para no provocar la ampliación de las plantillas de funcionarios destinados a combatir la picaresca a la que la Administración obliga. Lo digo con conocimiento de causa, si el lunes cerraran unas cuantas dependencias de la Administración marítima, disminuiría el riesgo para la vida de las personas que se hacen a la mar por turismo, deporte o placer. Tal como está montado el tinglado, obliga a protegerse mal. La inmensa mayoría de las inspecciones de este tipo que se practican en España, amén del interminable papeleo, tienen en Francia una equivalencia cero. Allí se paga un impuesto anual y se dictan unas normas, según el tipo de navegación, en bien de la propia seguridad. Resultado: aquí casi nadie cumple porque es casi imposible cumplir y allí cumplen casi todos. ¿Codicia? Algo peor. Fallo gravísimo en su canalización civilizada, que consiste en proteger de sus excesos a los que no tienen ocasión de ejercerla con éxito. Antes teníamos una cierta conciencia de tercermundistas, lo que nos impulsaba a superarnos. Ahora está mal visto afirmar que todavía nos falta un buen trecho para llegar a los niveles mínimos de seguridad, previsión, profesionalidad y eficiencia administrativa exigibles. Ara és demà significa ja hem fet el cim. Que se lo pregunten a las víctimas.
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