El horizonte
De un partido político se puede y debe esperar que sepa adónde va, y que lo diga; en una democracia organizada, como las elecciones determinan, inexorablemente, cada cierto tiempo, qué partido va a ostentar el poder, lo que un partido ofrece a los electores o quiere para los componentes del ámbito territorial en el que actúa se debe concretar para el periodo subsiguiente a cada elección; es lo que se llama el programa electoral, lo que un partido dice que va a hacer, inmediatamente, si los electores le otorgan el poder político. En realidad, los partidos muestran aspiraciones que no pueden conseguir en un solo periodo interelectoral, y así lo dicen y proclaman; pero si se trata de un plazo muy largo el futuro se difumina; siempre queda la referencia a la Constitución, la realización plena de cuyos principios y criterios puede ser el objetivo permanente y viable de los partidos políticos que no son más que un partido.Ha habido y hay partidos que son más que un partido. Los partidos socialistas (democráticos) han pretendido, durante decenios, crear, por vías no violentas, una sociedad distinta, la sociedad socialista; los partidos anarquistas aspiraban a una sociedad tan libre que no tuviera que sufrir, en su ideal, ni el ejercicio de la violencia legítima, pues el Estado, por democrático que sea, limita la libertad de la gente: su modelo era una sociedad ácrata, libertaria; los partidos comunistas querían el establecimiento revolucionario de la sociedad socialista; y así otros. Este tipo de partidos ya no existen, más o menos, en nuestra sociedad ni en otras próximas; los partidos, aunque tiendan a someter a la sociedad entera a sus criterios o, lo que es lo mismo, ponerla íntegramente al servicio de su presencia en el poder, en una confusión notable entre servidor y servido, no son más que partidos políticos.
Pero también hay esos otros partidos que son, efectivamente, más que un partido: son, en esencia, los partidos nacionalistas periféricos; no digo que no pueda haber partidos nacionalistas con objetivos perfectamente definidos a largo plazo, en todas sus líneas y aún detalles de organización política, y ni siquiera puede decirse que los actualmente existentes no tengan claros esos objetivos, aunque ocultos por una notable imprecisión en cuanto a la expresión externa de ese "modelo final" que culminaría todas sus aspiraciones; pero lo que de hecho sucede es que esos partidos tienen, en sentido estricto, un horizonte de aspiraciones. Es característica del horizonte que, conforme uno se acerca a él, éste se desplaza. El nacionalismo político, tal y como existe aquí y ahora, es, en cuanto a su sustancia nacionalista, un horizonte a alcanzar; puede que el horizonte sea en esencia inalcanzable, según su propia definición, pero nadie podrá negar que uno puede acercarse a él indefinidamente.
Por eso he creído siempre que, teniendo que habérselas con esta situación (que ni siquiera tiene garantías de permanencia), uno de los aciertos mayores de la Constitución se encuentra en el tan denostado título VIII, que afronta la realidad multiterritorial como un devenir, algo que puede cambiar, y hasta oscilar, sin que sea imprescindible llegar a una solución perfilada y razonablemente inamovible; ni siquiera los Estatutos (aún lejos de agotarse en sus posibilidades) cuando estén agotados, si es que se llega a ese momento; algo se pondrá en marcha para que no deje de estar presente el eterno fluir. El equilibrio que se consiga con los nacionalismos será siempre, por su propia naturaleza, inestable; repito, al menos por ahora.
Si no se sabe esto, es difícil la navegación política en España. Hay gentes que, con razonable racionalidad, quieren llegar a soluciones políticas definitivas por definidas; organicemos esto de una vez por todas, dicen; me parece que se trata de una utopía; aunque también a mí me gustaría desentenderme del problema territorial. Pero el problema de los nacionalismos es que existen, aquí y ahora, tales como los conocemos (tan distintos entre ellos, por lo demás), y que, además, proliferan; en soluciones democráticas no se pueden ignorar; ni siquiera con esa pinza de que hablan algunos (por lo demás, la ventaja a la que suelen jugar los grandes partidos conduce a los partidos nacionalistas a ejercer un notable arbitraje de la política española). No es algo a reprimir: los nacionalismos están dentro, y ellos forman parte, también, de este "nosotros" político en que nos encontramos; estos buscadores incansables de sus respectivos horizontes forman parte de "nuestra" realidad; y, sin ellos, no se puede lograr la razonable convivencia; con los nacionalismos hay que "estar" en un permanente fluir; porque tampoco ellos tienen "la solución".
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