Ammán-Bagdad: la autopista del embargo
Mil kilómetros de viaje hasta el corazón de las penurias del pueblo iraquí
ENVIADA ESPECIALEl efecto de las sanciones internacionales se percibe antes incluso de entrar en Irak. Unos 300.000 iraquíes se han instalado en la vecina Jordania (verdadero cordón umblilical de Irak con el exterior), según fuentes diplomáticas en Ammán. Hacinados en casas de parientes y amigos o simplemente paseando sin rumbo por las calles del centro de la capital jordana, estos escapados de la miseria -muchos de ellos en situación ilegal- esperan que alguna ONG les consiga un permiso para viajar a un país europeo, como en el caso del pintor A.N., o simplemente que mejore la situación en su país para regresar.
"La mayoría de los que me he encontrado no son disidentes propiamente dichos, sino gente que no puede más y que han salido de Irak debido a la penuria", comenta una residente extranjera en Ammán.
Los alrededores de la Embajada de Irak en la capital jordana parecen un mercado al aire libre. Junto a los escribanos que ofrecen sus servicios para rellenar impresos bajo una sombrilla, decenas de intermediarios o de simples curiosos pululan en busca de algún beneficio repentino.
Del lado jordano, la carretera que conduce a Bagdad necesita con urgencia un nuevo firme. "Los iraquíes iban a ampliarla cuando ocurrió lo de Kuwait...", se disculpa el conductor. La ruta que llega desde el puerto jordano de Aqaba siempre ha sido un importante eje de comunicación terrestre para Irak, pero tras las sanciones internacionales por su invasión de Kuwait en agosto de 1990 se ha convertido en la única vía de acceso desde el exterior. No hay tráfico aéreo y la reciente reapertura de los puestos fronterizos con Siria e Irán está restringida a contactos oficiales y peregrinaciones religiosas. En cuanto a la salida al mar por el sur, se encuentra limitada por el deterioro de las infraestructuras. Sólo los inspectores de la ONU -y de forma ocasional algún envío humanitario- están autorizados a utilizar el aeródromo de Habaniya, a un centenar de kilómetros de Bagdad.
Una fila interminable de camiones cisterna llega desde Irak cada día. Intercalados, unos cuantos camioncillos vacíos regresan tras descargar arroz, harina u otros productos básicos al otro lado de la frontera. Son casi 400 kilómetros sin posibilidad de adelantar y quien lo hace tiene muchas posibilidades de terminar en la cuneta cuando no aplastado por el vehículo que viene de frente, cuyo conductor lleva una decena de horas de conducción y los reflejos mermados por el cansancio. Antes de llegar al puesto fronterizo de Trebil presenciamos dos accidentes.
Han pasado seis horas y al menos cuatro controles policiales jordanos cuando el último nos despide del reino hachemí. El sol empieza a perder fuerza. Pocos metros más allá un gran cartel con la imagen del presidente Sadam Husein da la bienvenida a Irak: "Ajlan ua sajlan". El té de rigor está exquisito y los funcionarios del Ministerio de Cultura que reciben a los invitados al Festival de Babilonia se deshacen en atenciones. Sólo un problema: el teléfono por satélite de la periodista.
"No está autorizada la entrada de teléfonos vía satélite", aseguran uno tras otro varios funcionarios sin tener en cuenta la carta expedida por su embajada en Madrid ni ofrecer solución alguna al asunto. Dos horas después, tras muchas sonrisas, cierta dosis de persuasión y la inevitable propina, el maletín con el artilugio logra el permiso, eso sí, precintado y con el compromiso de que no se violara el sello hasta que fuera levantado al día siguiente por el responsable autorizado.
La propina o soborno se convertirá en una constante durante toda la estancia en el país. "El deshonor es un problema que se ha visto exacerbado por el embargo", se duele una iraquí que comparte el viaje con la periodista y presencia el poco disimulo con el que se le solicita dinero por resolver el asunto. Nada comparado con los humillantes registros que sufren los iraquíes, obligados además a pagar una tasa de 400 dólares (60.000 pesetas) para viajar fuera de su país.
Antes de salir, última oportunidad de utilizar las letrinas en 551 kilómetros. Se ha hecho de noche y a la falta de estaciones de servicio o núcleos habitados en la primera mitad del trayecto se une el riesgo de los salteadores. El conductor aún tiene fresco el tiroteo de la semana pasada cuando, tras un chivatazo de alguien desde la aduana, un grupo asaltó el coche en el que viajaba una mujer con 5.000 dólares (750.000 pesetas), una verdadera fortuna en este país. Cinco personas, incluida la mujer, resultaron muertas en el enfrentamiento que siguió a la persecución policial de los asaltantes.
Ahora, la carretera se convierte en una cuidada autopista de seis carriles, pero el riesgo de accidentes no disminuye. El cansancio, el sueño del conductor o el estallido de neumáticos dejan a diario varias víctimas. El delegado de la Unesco en Bagdad resultó gravemente herido -y su chófer muerto- el pasado enero; un mes antes, la víctima fue el secretario de la Embajada de Turquía, aunque el caso más grave se produjo en el otoño de 1995, cuando el embajador de Tailandia y su esposa, gravemente heridos, vieron como su coche era desvalijado sin que nadie les prestara ayuda. El embajador moriría poco después.
"Han visto tanto horror en las guerras que se han hecho insensibles", reflexiona la iraquí con la que comparto el taxi sin esconder su temor cada vez que un vehículo se aproxima a gran velocidad al nuestro. Trescientos kilómetros más tarde, el coductor se detiene para repostar y refrescarse en una gasolinera en el medio de la nada del desierto. "Ha pasado el peligro", asegura relajado. Ahora la dificultad será mantenerle despierto hasta que pasadas las cuatro de la mañana entremos en Bagdad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.