El mejor ganadero del mundo
Terminó la Feria de Otoño con una corrida encastada. Ya era hora. Los aburrimientos de días anteriores -y los de toda la temporada- se han debido precisamente a la falta de fortaleza, de bravura e incluso de casta en la mayoría de los toros. Vino Victorino Martín y todo era diferente. La verdad es que llegó con el cestito de las sobras -los toros parecían cada uno de su padre y de su madre, algunos ni los debió presentar- pero, por lo que se ve, las sobras de Victorino tienen más fundamento que los platos fuertes de otros ganaderos.Victorino Martín, está demostrado, es el mejor ganadero del mundo. Llega a ejercer Victorino en la época dorada del toreo, cuando los toros salían íntegros y a los toreros nadie les atribuía fama de figuras ni de maestros si no lo justificaban fehacientemente con esos toros íntegros, y sería un ganadero de leyenda. Claro que, de haberse dado el caso, ahora no viviría y no tendríamos el gusto de haberle conocido, y seguramente su ganadería tampoco valdría de referencia ni de asolerada reserva de la casta brava.
Victorino / Campuzano, Encabo, Uceda
Toros de Victorino Martín, muy desiguales de presencia, varios inválidos, dos primeros chicos, 6º impresentable e inválido, 5º con trapío, todos con encastada nobleza. José Antonio Campuzano: pinchazo y bajonazo (silencio); espadazo tendido descaradamente bajo, estocada y descabello (silencio). Luis Miguel Encabo: estocada baja (oreja con minoritaria petición, protestada); tres pinchazos bajos y media estocada baja (silencio). Uceda Leal: pinchazo, bajonazo perdiendo la muleta y rueda de peones (oreja con insignificante petición y protestas); estocada (oreja); salió por la puerta grande.Plaza de Las Ventas, 11 de octubre. 6ª y última corrida de feria. Lleno.
Trajo Victorino Martín una corrida que parecía resultante de una intensa labor de busca y captura por los rincones de la dehesa, rascando lo que quedara allí. Y lo que quedaba, quizá, eran seis ejemplares, diz que de su padre y de su madre, disparejos por tanto, algunos sin hechuras, varios inválidos, con uno que pudo haber tapado a todos por su impresionante trapío -hizo quinto- pero que estaba inválido también. Esto fue lo decepcionante y lo malo de la victorinada. Ahora bien, en compensación, cinco de ellos sacaron noble casta, bravura también, y con tal género en el ruedo volvía la emoción propia de la fiesta, la intensidad de la lidia, el mérito de los toreros que tenían arrestos para domeñar las codiciosas embestidas.
Hubo, de excepción, un borrego, por cuya inválida borreguez debió volver al corral, mas esa decisión que demandaban el sentido común y el criterio de buen aficionado resultaba imposible en la tarde de autos. Pues quien había de arbitrar la media era un presidente triunfalista atacado de pasión orejil, favorable a los taurinos antes que a los aficionados. Y si los aficionados protestaban toros, no les hacía ni caso. Y si una minoritaria parte del público pedía la oreja -a gritos, según la moda- se apresuraba a satisfacerla, desoyendo las protestas de quienes estaban disconformes con la desmesura del premio. No pasa nada, por supuesto. Así lleva Madrid muchos años, soportando ese palco de la risa, en el que salvo uno o dos, el resto brilla por su incompetencia.
Una de las orejas la cortó Luis Miguel Encabo por una emocionante faena al segundo Victorino. Emocionante porque el toro noble embestía codicioso y casi desbordaba al torero en cada muletazo. Sin embargo, el torero, que empleaba decidido la verdad de los naturales, tras rectificar terrenos en el remate de los pases, volvía a la cara del toro con recrecido pundonor.
Sus enmiendas en el quinto tuvieron menor justificación ya que ese toro embestía pastueño y no mereció la movida y deslavazada faena que Luis Miguel Encabo -valiente con el capote, bullidor en banderillas- le aplicó.
Toros nobles se iban al desolladero sin torear. Podríamos decir del primero, violento, punteador por el pitón derecho, con el que Campuzano estuvo voluntarioso, pero más del cuarto, cuya brava boyantía Campuzano desaprovechó con su fuera-cacho, su pico y su destemplanza muletera.
En cambio Uceda Leal le hizo al pastueño tercero un faenón, hondo, inspirado y bellísimo por naturales, espléndidamente rematados mediante los pases de pecho o las trincherillas, que pusieron al público en pie. Y ojo al dato: esa faena duró apenas cuatro minutos. Es todo un síntoma: cuando se torea de verdad las faenas interminables son imposibles. Mató mal y desmereció la oreja que le concedió el presidente.
El sexto era el inválido desmedrado y a fuerza de insistir en un trasteo, ahora sí, interminable, sacó algunos pases largos que tomó el toro con aborregada conformidad y cayéndose. Casi hasta daba vergüenza contemplar aquello. No obstante Uceda Leal cobró un estoconazo y se llevó otra oreja que, con la anterior, le servía para salir por la puerta grande. Uno, la verdad, a quien hubiera sacado por la puerta grande es al ganadero. Pero no se le vio por allí. Estaría haciendo de las suyas. O sea: toros bravos.
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