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Tribuna
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Imaginario militar

Al final, si nos empeñamos, el lenguaje militar con el que ETA pretende tratar con el Estado acabará por imponerse. Repentinamente, nos encontramos todos utilizando los mismos términos de alto el fuego, tregua y paz cuando, por fortuna, nunca hemos padecido aquí nada similar al enfrentamiento armado entre los republicanos y unionistas de Irlanda ni nadie en verdad tenía declarada ninguna guerra a Euskadi. A pesar de eso, llamamos alto el fuego a no matar a personas desarmadas mientras al cese indefinido del terror se llama tregua y al anuncio de que no habrá más asesinatos le dicen paz. No hay ningún lenguaje inocente y este desde luego no lo es: los lenguajes militares intentan reconstruir imaginariamente una situación con dos bandos en guerra. Si uno de los dos gana, al otro sólo le queda rendirse y esperar que el vencedor sea magnánimo; pero si ninguno triunfa, entonces sólo cabe negociar las bases de una paz duradera. En tal caso, el primer requisito de la negociación, arbitrada por una potencia extranjera cuando se trata de una guerra civil, es lo que un aturdido Sagasta en 1898 y un descorazonado Azaña en 1938 llamaron suspensión de armas. Armisticio, tregua, suspensión de armas, tanto da: la cuestión consiste en que ambos contendientes hablen el mismo lenguaje y se sitúen en condiciones de igualdad para empezar a negociar bajo la mirada de un mediador.La gente de ETA sabe perfectamente que si hubiera quedado la más remota posibilidad de que, con la persistencia en las acciones criminales, la noble causa de la liberación del pueblo vasco hubiera podido progresar un milímetro, sus jefes no habrían renunciado a la violencia. Si han renunciado es por la presión policial, por la firmeza judicial, por el cambio radical de su aliado irlandés y, sobre todo, por la reacción de la ciudadanía vasca ante sus últimos crímenes. No se trata de que los partidos nacionalistas llamados democráticos les hayan obligado a renunciar al terror, siempre excusado como manifestación de un conflicto ancestral, sino de que el nacionalismo en su conjunto corría el riesgo de retroceder ante la aparición de ese abrumador rechazo que todos pudieron sentir en la respuesta al asesinato de un guardia civil retirado y seis concejales en ejercicio, últimas acciones militares de la organización terrorista.

Pero ETA no puede reconocer esta derrota moral ante su propia sociedad ni al PNV le ha interesado nunca que sus miembros volvieran algún día a casa perdiendo la cara. Esta es la razón del empleo masivo del lenguaje militar por ETA, y de la exaltación por el PNV del noble ideal que habría guiado a esos jóvenes generosos, de "casa bien", en su lucha armada. Hablando de alto el fuego unilateral, de tregua indefinida, de negociación para la paz, e inmiscuyendo a Francia en el asunto o enviando mensajes al presidente de Estados Unidos, lo que se pretende es reconstruir simbólicamente el escenario del fin de una larga guerra civil sin vencedores ni vencidos. Si esto fue una guerra y si ETA ha tenido la gallardía de mostrar con hechos su voluntad de paz, entonces no quedaría al Gobierno más alternativa que salir a su encuentro, sentarse a la mesa, hacer algo, un gesto, lo que sea, con tal de garantizar que esa paz sea duradera.

El Gobierno ha respondido a esa pretensión anunciando la posibilidad de otra política penitenciaria pero negándose con toda razón a entrar en negociaciones para poner fin a una guerra imaginaria. La legitimidad democrática y, todavía más, la superioridad moral de quienes han resistido con riesgo de su vida a las pretensiones de ETA y del nacionalismo excluyente debe encontrar su expresión en un discurso político que destierre para siempre el lenguaje militar. No de negociar la paz sino de restaurar los valores democráticos, una y mil veces violados por quienes mataban y por quienes han mostrado algo más que comprensión hacia tanto crimen, es de lo único que cabe hablar en adelante.

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