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Cohesión, fragmentación

Se han producido en los últimos años dos fenómenos de fondo que favorecen la descohesión entre los diversos grupos nacionales de España. Primero, el fin de la sensibilidad favorable de la izquierda a los nacionalismos periféricos, que se ha mudado en demonización a pesar de las hondas raíces históricas que la fundamentaban (República, guerra y antifranquismo en común). La lucha por las libertades de los de abajo, que incluía la emancipación de todo tipo de minorías y colectivos, ha quedado en defensa genérica de la autonomía de los individuos. Ha desaparecido con el tiempo el sentimiento de la reparación debida por los desmanes del franquismo. Los nacionalismos periféricos están en la derecha, y encima apoyan a la derecha, lo cual facilita el despliegue de lo que no dudan en calificar como neojacobinismo. La excepción de IU y su entorno intelectual queda fuera de juego. Segundo, la sustitución del proyecto de España pensado desde la periferia por ningún proyecto que no sea para uno mismo. De modo especial, el nacionalismo catalán se había cuidado siempre de investirse como portador de ideas y energías que contribuían a una España avanzada, a condición de que se desprendiera de la insoportable rémora del centralismo. El mejor eslogan del catalanismo, lo que es bueno para Cataluña es bueno para España, ha desaparecido de la circulación. En concordancia, está casi ultimado el proceso de sustitución en el partido de Pujol de líderes moderados -partidarios de la España plural- por líderes soberanistas. Si los dos fenómenos son irreversibles y no se generan nuevas dinámicas en sentido contrario, el futuro previsible es de mayor descohesión emocional entre los grupos humanos mencionados y de fragmentación de los territorios donde habitan.Hay un tercer elemento a destacar, tal vez más relevante que los otros dos aunque no sea una novedad. Todo parece indicar que la mayoría de los nacionalistas vascos se sienten íntimamente divorciados de España, cuando no hostiles a su realidad. No de otro modo hubiera resultado creíble para el mundo de HB el acercamiento a la casa común que ha facilitado a ETA un proceso de abandono honorable de las armas. El fin del terrorismo refuerza un proceso preexistente de división étnico-nacional, de supresión de espacios comunes, de consolidación de proyectos opuestos e irreconciliables. La dialéctica de las armas se apresta a subsumirse en la dialéctica de la discordia civil consolidada. Para formar parte de la nación hay que aprobar un test de identidad que incluya el rechazo a la españolidad, y viceversa. Con acuerdo político-constitucional o sin él, los vascoespañoles serán vascos de segunda (con la compensación de que sus élites obtendrán el rango españoles de primera especial). Es posible, además de deseable, que la sociedad vasca no se deje engatusar por sus dirigentes político-intelectuales y se resista a cambiar de modelo para dividirse en dos mitades, pero las estrategias operativas son de confrontación civil sin violencia. Además de ser útil para la paz, el espeluznante modelo norirlandés de división civil en dos comunidades nacionales influye ya, y de qué modo, en un presente en el que la primera preocupación de cada parte está en el recuento de los suyos.

Suponiendo que prospere en Euskadi, una de las peores cosas que podrían ocurrir en España es la extensión del modelo vasco a Cataluña. Hoy por hoy, y después de la impasibilidad con la que ha asistido a la crispación y a los debates lingüísticos, parece imposible que la sociedad catalana se deje tensionar. Sientiéndose en su conjunto más catalana que española, la sociedad catalana es bastante más española que la vasca. Tres de cada cuatro catalanes declaran un doble sentimiento de pertenencia y uno de cada dos se siente tan español como catalán. Pero ello no impide que ganen espacio en el catalanismo los que están más cerca del divorcio que hace veinte años y pierdan influencia los que siguen siendo partidarios del proyecto común. Como no invalida la constatación de que pueden bastar dos minorías contrapuestas, bien decididas y bien situadas, para tensar una sociedad por sus puntos débiles. El riesgo es lejano, pero no inexistente. No se trata sólo una partida interna. España, y de modo especial Madrid, están muy metidas en Cataluña y no pueden olvidar que, por no mover pieza, por abstenerse, no interesarse y no querer distinguir entre nacionalistas españolistas y nacionalistas antiespañoles, están facilitando el proceso que va conduciendo paulatinamente los partidarios del alejamiento a la hegemonía ideológica y política interna.

¿Como invertir unas dinámicas que conducen a la fragmentación territorial, aun al precio de la división social en el interior de las naciones históricas, si todos los síntomas, todas las palabras, todas las actitudes y los nuevos acontecimientos tienden a reforzarlas, si incluso la tan ansiada paz de Euskadi ahonda divisiones? Si se da por supuesto que el fin último del catalanismo (así es como se ha autodenominado siempre el movimiento de recuperación de la personalidad política de Cataluña) es la desmembración de España, puede leerse el periodo autonómico que va tocando a su fin como un paso hacia la independencia final. Y en consecuencia, desconfiar de cualquier nuevo pacto que suponga un mayor autogobierno al considerarlo otro paso hacia el mismo objetivo inconfesado. Si se considera en cambio que se trata, una vez dejados atrás los impedimentos que aconsejaron entonces un pacto constitucional y estatutario aceptable por pragmatismo y responsabilidad, de remodelar el edificio para darle mayor solidez, no habría desde el centro nada que temer. ¿Pero, cómo convencer de su error a los que creen que los nacionalistas sólo tratan de largar amarras y su deber es impedírselo, si es que de error se trata, cuando el nacionalismo vasco se muestra antiespañol, el catalán incrementa la distancia y ambos siguen menospreciando la posibilidad de asociarse al poder? ¿Cómo convencer a los jóvenes leones designados para administrar el pospujolimo de la voluntad de interlocución del poder central si sólo encuentran descalificaciones ante unas propuestas que consideran lo más razonable del mundo? La cohesión, antes que depender de la Constitución, es una cuestión de confianza. Y no se puede generar confianza sin habérselo propuesto.

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Xavier Bru de Sala es escritor y periodista.

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