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"Meninos da rua" en los suburbios de Barcelona

Unos 200 niños inmigrantes sin familia sobreviven en clanes bajo los puentes y en los descampados

España también tiene meninos da rua. En Barcelona y su área hay por lo menos 200. Son niños inmigrantes sin documentación que han llegado desde el norte de África camuflados en los bajos de camiones y autocares, y que malviven desde hace meses, abandonados a su suerte, en los descampados y bajo los puentes del extrarradio. Su identidad es el único capital que poseen y la mantienen en secreto como un valioso tesoro. Ocultar el nombre y la edad es lo que les permite continuar en el mundo rico, aunque sea un mundo sórdido, lleno de delincuencia, prostitución y desamparo. Puesto que tienen menos de 18 años, no pueden ser expulsados a su país de origen, y como no son españoles, tampoco se benefician de los servicios de protección de menores.Mohamed y Said, de 14 años, y Yayoud, de 15, proceden de Tánger y han vivido durante los últimos meses en este mundo subterráneo. No se les ha vuelto a ver por los lugares que frecuentaban desde que su existencia salió a la luz en los medios de comunicación, hace 10 días. Pero su huella sigue aún visible en el lúgubre reducto en el que han dormido muchos días, desde altas horas de la madrugada hasta media tarde, bajo uno de los puentes del nudo de las Glòries, junto a la vía del tren y a escasos metros del ostentoso Teatre Nacional de Catalunya. Se trata de un húmedo y claustrofóbico espacio en el que dormían hasta 30 niños y los más altos debían moverse semiagachados. Entre las latas y colchonetas que ellos dejaron se paseaban ayer enormes ratas de cloaca.

Unas planchas de madera colocadas entre las vigas que sustentan el puente permitían adivinar que los de mayor rango en el clan gozaban del privilegio de dormir en improvisadas literas que les evitaban el contacto directo con la humedad del suelo y les permitían librarse de los muchos insectos que lo pueblan. Sobre una roca destacaba un viejo ejemplar del libro de Andrew Osmond Sala-din, el legendario sultán que a principios de siglo congregó a un ejército de musulmanes y arrojó de Tierra Santa a los cruzados. Pocos de los niños habrán leído estas páginas, ya que la mayoría de ellos no han pisado jamás una escuela y sólo hablan el árabe o chapurrean un español de subsistencia.

Mohamed, Said y Yayoud sólo dormían bajo el puente los fines de semana. Se reunían con sus compañeros para desplazarse juntos a La Rambla, siempre repleta de turistas con las carteras llenas de billetes. El botín les permitía pasar luego unas horas en las máquinas recreativas y aventurarse hasta los bares del Maremàgnum, donde muchos barceloneses se divierten ajenos al cuarto mundo que hay a la vuelta de la esquina. Durante los días laborables, los tres adolescentes se buscaban la vida en las calles de Santa Coloma de Gramenet, en el entorno de la plaza de los Pins, conocida también como la plaza del motocross. Su cobijo era alguna de las viviendas deshabitadas de los suburbiales barrios del Raval y de la Rosa, donde los andaluces inmigrados en los años sesenta conviven en ejemplar armonía con un colectivo recién llegado: los magrebíes.

En la calle de la Sardana, la casa de los padres de la famosa bailaora La Chunga, hoy abandonada, es uno de los refugios utilizados por los niños inmigrantes, que trepan como felinos hasta alcanzar el balcón del piso superior, el único acceso a la vivienda que está sin tapiar.

La mayoría de los adolescentes proceden de un barrio suburbial portuario de Tánger. Algunos cruzaron el Estrecho en pateras acompañados por algún adulto, y al ser expulsado éste, quedaron a su suerte. Otros, la mayoría, llegaron atados a los ejes grasientos de un camión. Cuando emprendieron la aventura, muchos de ellos hacía ya tiempo que habían dejado a su familia. Yayoud, por ejemplo, tenía poco más de 10 años cuando un día se alejó de su casa más de lo habitual y ya nunca regresó.

Trabajó un tiempo en un taller clandestino de Andalucía, lo suficiente para pagarse el viaje hasta Barcelona. No le costó mucho establecer contacto con otros adolescentes magrebíes de historia paralela. A los pocos días, se movía como pez en el agua en la cotidianidad de los niños sin techo de Santa Coloma: su jornada comenzaba a media tarde, con un recorrido por el área comercial Continente para rapiñar algo que comer, alguna pieza de vestir y alguna que otra mercancía para colocar luego en el mercado negro. Alrededor de las siete de la tarde, acudía con su grupo a la plaza del motocross.

Antes de poder penetrar en el amparo protector de la pandilla, la soledad y el desconocimiento del idioma hace de estos niños una presa fácil de delincuentes que rápidamente se erigen en sus salvadores. Ellos los entrenan para delinquir sin sobrepasar la frontera de los pequeños hurtos o el tráfico de reducidas cantidades de droga. De esta forma, si son detenidos, no son conducidos a un centro vigilado, sino a centros de menores en régimen abierto, de los que suelen escaparse antes de las 24 horas. Es sorprendente la habilidad que han adquirido para escabullirse del acoso policial y de la justicia. Cuando son detenidos, nunca revelan su nacionalidad, su nombre ni su edad. La policía sospecha que entre ellos hay mayores de 18 años que refieren una edad menor para evitar la repatriación forzosa.

A diferencia de la mayoría de los muchachos desamparados, Said mantenía esporádicos contactos telefónicos con sus familiares, aunque en el consulado no consta reclamación alguna de ningún pariente. Desapareció de Barcelona y Santa Coloma de la misma manera que llegó. Quizá algún compañero conoce su paradero, pero la complicidad que existe entre ellos es rigurosa y ninguno osa delatar al otro.

La cosmopolita Rambla de Barcelona constituye para muchos de los menores el último recurso para sobrevivir. En los corros que se forman alrededor de los hombres estatua, Said encontró en más de una ocasión hombres ávidos de un cuerpo adolescente, dispuestos a ofrecerle un par de billetes a cambio de un degradante contacto sexual en el asiento trasero de su vehículo. Las asociaciones de inmigrantes y ONG que desde hace meses ayudan a estos niños aseguran que más de uno ha tenido que ser trasladado a los servicios de urgencias por desgarros anales. Said no llegó a tal extremo, pero sí varios de sus compañeros.

A diferencia de Said, Mohamed asegura que ni en los momentos más difíciles se ha "bajado los pantalones" para conseguir unos billetes. Llegó a Barcelona hace cuatro años y desde entonces sus padres no saben nada de él. No saben si llegó a puerto o murió, como tantos otros magrebíes, engullido por las aguas del Estrecho. La policía ha detenido a Mohamed en cuatro ocasiones y le ha llevado a centros para menores de la Generalitat, de los que ha huido. Aunque es sensible al confort, prefiere la calle, donde nadie le dice lo que debe hacer. En cambio, sí llegó a seducirle el calor que ofrecía el centro para extranjeros de Santa Coloma. Durante un tiempo acudió cada tarde. Los voluntarios que lo crearon habían logrado ganarse la confianza de algunos de los chicos a base de sentarse a su lado durante horas. Su labor con los niños ha quedado ahora en suspenso por un conflicto de competencias entre administraciones.

Las instituciones conocían la existencia de estos meninos da rua. La Generalitat, que tiene la competencia de la protección de menores, también. Pero se ha amparado en el vacío legal existente para dejarlos abandonados a su suerte.

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