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El gran tabú

La declaración de alto el fuego por parte de ETA convierte en ineludible una necesidad sobre la que no pocos llevaban insistiendo desde hace tiempo: la de que el futuro político de este país sea discutido y decidido por sus habitantes y representantes, sin interferencias que puedan condicionar la voluntad mayoritaria libremente expresada. Si en los últimos tiempos he venido defendiendo que ETA podía tal vez ser el problema más urgente, pero en ningún modo el más importante del país, y que el futuro de la convivencia entre los vascos tenía que discutirse sin más dilaciones, como si ETA no existiera, la nueva situación creada deja sin apenas argumentos a quienes se han venido oponiendo a este planteamiento, aduciendo que lo primero era el cese de la violencia, como si los demás tuvieramos que pedir permiso a ETA para hablar del marco de convivencia del que nos queremos dotar. En la coyuntura presente se hace más importante que nunca distinguir dos aspectos del problema. El primero se refiere a lo que son las preocupaciones y anhelos de la mayoría social tal como hoy está conformada. Y, o mucho me equivoco, o el actual marco estatutario -con sus posibles mejoras y ampliaciones- encarna mejor que ningún otro las aspiraciones mayoritarias de la población. Pero hay un segundo aspecto al que una y otra vez se quiere dar la espalda con los más variados argumentos. Y éste no es otro que la necesidad que siente una parte importante del país de saber que no existen límites constitucionales ni de cualquier otro tipo para hacer cristalizar en un momento dado otro tipo de voluntad mayoritaria. Esto, que, como muchos políticos -nacionalistas y no nacionalistas- reconocen, puede no tener excesiva implicación práctica dadas las condiciones históricas del proceso de construcción europea y la creciente pérdida de soberanía de los Estados en el contexto de la globalización, adquiere una dimensión exacerbada cuando con argumentos esencialistas se niega de plano tal posibilidad. El gran acuerdo que necesita este país probablemente no cambie demasiado la actual realidad institucional, pero tendría otra consecuencia tal vez más importante: hacer que todos entiendan que dicha realidad es el reflejo del sentir mayoritario y no la consecuencia de un marco legal que niega otras posibilidades. Un acuerdo que refleje la soberanía popular sin limitaciones. ¿Alguien con convicciones democráticas medianamente sólidas aceptaría, por ejemplo, que la voluntad de los navarros estuviera mediatizada por leyes externas en lo referente a su relación con la Comunidad AutónomaVasca? ¿Porqué negarse a aplicar la misma lógica al hablar del futuro de Euskadi? Han pasado 20 años desde que se conformó el actual marco político. Algunos temas que entonces constituían un tabú podrían hoy no serlo tanto si se pone la razón por encima de los intereses electoralistas. Cierto que en la actualidad existen otros factores que perturban ese ejercicio de racionalidad, el principal de todos, las secuelas dejadas por tantos años de asesinatos y sufrimientos. Pero, con todo, puede que haya llegado el momento de encarar sin miedo la necesidad de buscar fórmulas que, asegurando un marco de convivencia estable en el que quepan las distintas maneras de entender el país, reconozcan a la vez que la última palabra reside en el pueblo vasco. Sería bueno poder alcanzar un gran pacto en torno a muchas cuestiones como la política cultural y lingüística, el reconocimiento de la realidad plural del país, la vertebración de los territorios históricos, la inserción del país en los ámbitos estatal y europeo, y a tantas otras cosas básicas para la convivencia democrática. Porque, si fueramos capaces de ponernos de acuerdo en un modelo de país en el que todos nos sintamos cómodos, ¿no desaparecerían muchos miedos al reconocimiento de la soberanía?

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