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El camino del cielo

Rafael Argullol

En el centro de Moscú se levanta una nueva escenografía por la que los corresponsales occidentales tienen una creciente predilección en detrimento de la más tradicional, y demasiado vinculada a la guerra fría, conformada por el Kremlin: se trata de la imagen de un ostentoso templo, la reconstruida catedral de Cristo Redentor, concluida externamente y consagrada en 1997, año en el que se celebró el 850º aniversario de la ciudad.Por lo visto, los periodistas encuentran particularmente idóneo este icono de fondo para relatar las vicisitudes de la vida rusa. Puede que lleven razón, puesto que, si se persigue la espectacularidad de los contrastes, nada resulta más llamativo que hablar de malos presagios en un escenario de brillantes cúpulas doradas. A este respecto siempre me han llamado la atención los paisajes elegidos por los corresponsales para informar a los telespectadores. En ocasiones son muy conocidos y no tiene ningún sentido explicar el motivo de la elección; otras veces, sin embargo, la información queda mutilada si el espectador no es instruido en la historia y significado de lo que contempla tras el busto parlante. El escenario es, en todos los casos, parte decisiva de lo que se está contando.

Si nosotros observamos el gran obelisco de Washington o los edificios de Wall Street, sabemos que se está hablando de poder, se hable de lo que se hable, de la misma manera que si surgen en el horizonte las masas desencadenadas de Sudán o de Irak reconocemos, sea cual sea la información, el protagonismo de los terroristas. A propósito de este último país y de su guerra: contribuyó no poco a la creencia, muy extendida, de que se trataba en realidad de una guerra virtual la visión de presentadores e informadores televisivos con la escenografía de fondo de unos fuegos artificiales que sustituían los auténticos bombardeos sobre Bagdad. En el gran guiñol hay cuadros del bien y del mal, y nosotros -a menudo con independencia de los contenidos- nos orientamos hacia unos o hacia otros como si corroboráramos una nueva versión, visual, del experimento de Pavlov.

Naturalmente ninguna de estas elecciones es arbitraria. Tampoco la del edificio que se alterna con el Kremlin a la conquista de nuestras retinas. Pero su mero testimonio estético nos da una idea parcial de su significado: apareciendo así, tal como es en realidad, a la espalda de los corresponsales, nos sugiere religión y riqueza. Si se nos dieran a conocer datos sobre su coste, y de las decenas de kilos de oro empleadas en el cubrimiento de sus cúpulas acebolladas, esta sugerencia se incrementaría todavía más, introduciéndonos en el nuevo poder de la Iglesia y de sus concomitancias con los grupos económicos que han emergido estos últimos años. La apabullante presencia de la actual catedral de Cristo Redentor es menos importante, sin embargo, que el fantasma que se oculta en sus muros. Quizá la contemplación de este fantasma informaría más al espectador sobre Rusia que centenares de datos políticos y económicos que se pierden en la frialdad universal de la pantalla.

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Con frecuencia son todavía más indicativas las arquitecturas ficticias que las reales: aquello que fue demolido, aquello que, proyectado, nunca fue realizado. Su construcción -reconstrucción, si se quiere- se inició en 1995, siguiendo con exactitud la morfología de la catedral, del mismo nombre y situada en el mismo lugar, destruida por Stalin en los años treinta. El círculo, de momento, se cierra, aunque las sombras fantasmales permanecen agazapadas como habitantes cuyo poder rebasa los ciclos aparentes.

Esta afirmación no es gratuita si se tiene en cuenta que entre las dos catedrales -la vieja, derribada, y la nueva, recientemente convertida en símbolo de la ciudad- debía construirse, en el mismo terreno, el edificio paradigmático de la capital del comunismo y, simultáneamente, uno de los más ambiciosos de la historia de la arquitectura: el Palacio de los Soviets, un sueño, o pesadilla, de piedra destinado a convertirse en le faro de una idea de ámbito planetario.

El concurso se celebró en 1931, presentándose 160 proyectos, entre ellos los de Gropius y Le Corbusier, una extraordinaria página de la arquitectura del siglo XX en la que se cruzan vanguardia y neoclasicismo, delirio y megalomanía. Venció Borís Iofan, un gran arquitecto, marcado luego, como tantos otros, por el totalitarismo.

Durante los años treinta el proyecto de Iofan se dibujó como la perla de la arquitectura soviética. Reproducido hasta la saciedad, ha sido probablemente uno de los edificios nunca realizados más difundidos. Sus dimensiones habrían sido, desde luego, impresionantes: 6.000 salas capaces de albergar a 80.000 personas; sobre la inmensa torre se pensaba colocar una estatua de Lenin de 100 metros de altura, tres veces el tamaño de la de la Libertad de Nueva York. Se creía que sería el edificio mayor jamás concebido.

Elocuentemente algo parecido pensaba Hitler con respecto al Palacio de los Forums Populares proyectado por Albert Speer y coronado por una cúpula, la célebre Kuppelberg, inspirada en el Panteón y en San Pedro de Roma, aunque 17 veces más grande que la de esta última. En esta secreta y particular competición se enfrentaban, curiosamente, las dos tipologías tradicionales del poder -y de la gloria- heredadas del pasado: la semiesfera de la cúpula, escogida por Speer, y la torre piramidal preferida por Iofan. Ambos desafíos de piedra quedarían truncados por el estallido de la Segunda Guerra Mundial y por los nuevos ímpetus de destrucción.

Cuando fue desmantelado el Palacio de los Soviets, para usar su acero en otras construcciones, su armazón apenas había alcanzado los 30 metros. Al decir de algunos moscovitas, irónicos amantes de estas historias, la extremada lentitud con que avanzaron los trabajos estuvo, desde el principio, relacionada con la maldición del lugar: caía sobre el proyecto de Iofan, a causa de la demolición de la catedral de Cristo Redentor, de la misma manera que había caído sobre ésta, al edificarse en el siglo XIX, de acuerdo con la profecía lanzada por la superiora del monasterio de san Alexis, que entonces, con igual lógica, fue demolido.

Comoquiera que sea, lo cierto es que, terminada la Segunda Guerra Mundial, el proyecto de Iofan fue abandonado como hacía ya tiempo habían sido abandonados los sueños. A pequeña escala, el hueco donde se encontraban el monasterio de san Alexis y la catedral de Cristo Redentor, y donde debía de alzarse en otra época el Palacio de los Soviets, debía parecerse mucho al hueco que se ensanchaba en los corazones a medida que se revelaba la transformación de los sueños en pesadillas: una estepa desolada en la que tan difícil era avanzar como retroceder.

Es muy probable que el anuncio silencioso del fin próximo de la Gran Idea se produjera en los años sesenta cuando el espacio yermo que tenía que ocupar el nunca construido Palacio de los Soviets fue dedicado a encerrar una enorme piscina al aire libre, la piscina Moscú. Era la materialización del final de una idea grandiosa y catastrófica, y posiblemente era, además, un buen destino, pues los símbolos se disipaban entre los vapores. No sería de extrañar que los reconstructores de la catedral de Cristo Redentor hubieran avivado la maldición.

Rafael Argullol es escritor y filósofo.

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