Miedo latinoamericano
AMÉRICA LATINA ha reformado profundamente sus sistemas políticos y económicos tras la década perdida que siguió a la crisis de la deuda externa en 1982. Sin embargo, y a pesar de unas políticas económicas homologadas por la ortodoxia del FMI, los ciudadanos de aquella vasta región vuelven a encontrarse ante una amenaza de recesión después de haber recuperado en los años noventa la senda del desarrollo. Este escenario, que se deriva de una severa e inmerecida contaminación de la crisis asiática iniciada hace más de un año, se explica a la luz del elevado grado de integración que preside las relaciones económicas y financieras internacionales.La excesiva dependencia de las economías latinoamericanas de las exportaciones de materias primas o de producciones directamente competitivas con las de algunos de esos países del sureste asiático, explica ese creciente deterioro de sus cuentas exteriores y la consiguiente amenaza a la estabilidad de sus monedas. De este último aspecto depende en gran medida el futuro de la región, ya que la mayoría de los Gobiernos latinoamericanos hicieron del anclaje del tipo de cambio de sus divisas la manifestación más explícita de la credibilidad de sus políticas económicas, de sus propósitos de estabilidad. Cuanto más rígida fuera la vinculación al dólar del precio de sus monedas, mayores garantías de éxito en la lucha contra la inflación y mayores facilidades para la captación de ahorro exterior. Todo ello, por supuesto, sobre el compromiso de libre convertibilidad de la moneda, amplia permisividad al movimiento internacional de capitales y la definición de una creciente integración comercial y financiera entre las economías de la zona.
Si la crisis de México de 1994-1995 advirtió de las contrapartidas de esa interdependencia, de la vulnerabilidad del conjunto de la región a perturbaciones en cualquiera de sus economías, el tobogán asiático ha completado esa pedagogía de la globalización, acentuando mucho más su condición genérica de economías emergentes, dependientes de los capitales exteriores. Esos flujos de capital que propiciaban hasta hace poco el crecimiento económico exhiben ahora sus reticencias, retornando a refugios más seguros o encareciendo su permanencia mediante tipos de interés literalmente insostenibles. Una espiral a la que sólo se puede poner fin cortando de una vez la presunción de devaluaciones en cadena, por lo demás ya propagada en muchas de sus economías.
El caso de Brasil es suficientemente representativo. La economía más importante de la región, responsable de casi la mitad del PIB conjunto y de una proporción significativa de los intercambios comerciales con los vecinos, afronta en estos momentos una pugna por el sostenimiento de su moneda, el real, cuyos costes, independientemente del desenlace final, ya son irreversibles. La elevación de los tipos de interés hasta el 50% no está impidiendo que los capitales abandonen el país, mermando las reservas de divisas y la consiguiente capacidad defensiva del tipo de cambio del real mediante intervenciones directas en los mercados.
Del desenlace en Brasil depende sustancialmente lo que ocurra en el resto de la región. A la devaluación en cadena sucedería probablemente un periodo de elevada inflación y renovadas reticencias de los capitales exteriores, cuyos efectos compensarían seguramente las ventajas de las exportaciones derivadas de los nuevos tipos de cambio. El horizonte de menor crecimiento del conjunto de la economía mundial, la continuidad de las amenazas a la estabilidad financiera, no son precisamente el mejor escenario para esa eventual cascada de devaluaciones.
Existen razones, por tanto, para que, sin menoscabo de la continuidad de las reformas en el subcontinente y del mantenimiento de las políticas de saneamiento de las deterioradas finanzas públicas en casi todos sus países, la comunidad internacional arbitre un programa de apoyo a la región. Para que las mismas instituciones internacionales que se aprestaron a socorrer a México en 1995, o más recientemente a Rusia y a algunos países asiáticos, lo hagan con la zona que en mayor medida y más fielmente ha seguido los dictados de esas agencias multilaterales. El riesgo de iniciar una nueva década aciaga en América Latina no puede depender de las reticencias estadounidenses a fortalecer la capacidad financiera de instituciones como el FMI, que, incluso con sus limitaciones, son las únicas que hoy por hoy pueden contribuir a gestionar la más severa crisis financiera que el mundo ha presenciado.
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