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Nacionalismos contra nacionalismos

Me temo que mientras se multiplican los homenajes y se organizan coloquios sobre los 20 años de nuestra Constitución nadie parece acordarse de que uno de los objetivos esenciales del proceso constituyente fue acabar con la tremenda confrontación entre el nacionalismo español, centralista y autoritario y militarista, y los nacionalismos catalán y vasco surgidos tras el derrumbe de 1898. Tras la sucesión de catástrofes que culminaron con la dictadura de Franco, el sentido profundo del sistema de autonomías que consagra nuestra Constitución era y es terminar con aquella bipolarización, reconocer la diversidad de identidades, de lenguas y de estructuras, acabar con el centralismo reaccionario y equilibrar el país mediante una redistribución del poder y de los recursos financieros. Creo que, en líneas generales, el sistema ha funcionado. Euskadi y Cataluña nunca han tenido un autogobierno tan amplio, tan abierto y tan fructífero como el actual. Y lo mismo cabe decir del resto de una España mucho más próspera, diversa y equilibrada que la del pasado. Pese a ello se están reabriendo insensatamente viejas grietas y están apareciendo otras nuevas que nos están llevando a una nueva confrontación entre nacionalismos en un marco de creciente confusión sobre el futuro de nuestro modelo de Estado.Las causas de todo ello vienen de lejos, pero se están reactivando por los errores del presente. ETA, por ejemplo, nunca aceptó el modelo constitucional precisamente porque eliminaba los motivos y los factores de la confrontación entre dos nacionalismos. Quizá no nos dimos cuenta de ello en los primeros momentos, cuando ETA empezó a actuar bajo el franquismo y muchos entendimos falsamente que aquello era una forma radical y exasperada de lucha por la democracia contra la dictadura. Pero cuando después de la amnistía ETA empezó su terrible guerra contra la Constitución y la democracia, el equívoco ya no era posible: lo que ETA buscaba era la confrontación entre el nacionalismo radical que ella decía representar y el nacionalismo centralista y españolista.

Afortunadamente, ni la UCD ni el PSOE aceptaron el envite y, aunque en sus propias filas hubiese sectores proclives al mismo, lo que predominó ampliamente en las etapas gubernamentales de ambas fuerzas fue la sensatez y la serenidad y nunca entraron en la diabólica bipolarización nacionalista que ETA buscaba, ni siquiera en los momentos más difíciles cuando ETA acentuaba su feroz campaña asesina contra destacados miembros de los dos partidos y contra las fuerzas de seguridad, o cuando ambos Gobiernos se sentían desbordados por iniciativas antiterroristas que no controlaban.

Creo que esto cambió con el Gobierno del PP. Primero, porque ETA entendió que el PP era lo más próximo a la vieja derecha centralista que ellos necesitaban como el otro polo de la confrontación. Segundo, porque si las alianzas parlamentarias de CiU y el PNV con el Gobierno del PSOE ya habían creado una cierta confusión, las nuevas alianzas de ambas fuerzas nacionalistas con el PP llevaban la confusión a un grado extremo, desdibujaban el perfil nacionalista de las dos y reducían su representatividad como tales. Y tercero, porque, por primera vez desde los inicios de la transición, el PP había roto la unidad de la lucha antiterrorista con su feroz campaña electoralista contra el PSOE en el tema GAL. Por todo ello, ETA entendió que volvía a ser posible una confrontación entre dos extremos, entre el nacionalismo español y el nacionalismo vasco radical.

Creo que el bestial asesinato de Miguel Ángel Blanco fue la primera prueba de fuego de esta bipolarización. La inmensa reacción de la sociedad española pareció desmentirlo, pero pronto se vio que el PP se disponía a patrimonializar en exclusiva sus víctimas y que el espíritu de Ermua se diluía rápidamente hasta desaparecer en aquel lamentable acto de la plaza de Las Ventas de Madrid. La estrategia de ETA se revitalizó con todo ello y desde entonces, de manera cruel y dictatorial, ha llevado la confrontación política al terreno que desea: la polarización entre dos extremos, la confusión y el desconcierto de los nacionalismos moderados y la marginación del proyecto federal del PSOE, la única propuesta sensata que se ha hecho en los últimos años.

Ante esta dura realidad, los nacionalismos moderados intentan lógicamente recuperar la iniciativa, pero están limitados por unos acuerdos con el PP que les conducen a una situación esquizofrénica en la que los acuerdos y los enfrentamientos se superponen continuamente y los apoyos al Gobierno van seguidos por una catarata de insultos y de peleas en ambas direcciones. El resultado de todo ello es el absoluto desconcierto de sus militantes y votantes y la práctica desaparición de sus doctrinas y sus mensajes políticos. Nadie sabe hoy cuál es el modelo político del PP y nadie sabe tampoco qué es el nacionalismo que predican y propugnan CiU y el PNV. Y puestas a desmarcarse para poder rehacer sus maltrechas esencias, las dos partes recurren a lo que tienen más a mano, y esto acaba siendo, indefectiblemente, la reafirmación del españolismo más o menos tradicional, por un lado, y la reafirmación del nacionalismo, por otro.

En el caso de los nacionalistas catalanes y vascos, apoyados ahora por el Bloque Nacionalista Gallego, tres nacionalismos totalmente diferentes entre sí, con bases sociales y perspectivas igualmente distintas, esto se traduce en iniciativas oscuras como la llamada Declaración de Barcelona, que propugna un ambiguo modelo confederal obsoleto desde hace años e inviable ante la dirección que está tomando la construcción de la nueva Europa unida. Por esto, más allá de la ambigüedad y de la inoperancia de sus resultados, la reunión de Barcelona sólo puede entenderse como un intento de recuperar un espacio nacionalista que la bipolarización entre el PP y ETA les está quitando de las manos.

El resultado de todo ello es que todas las fuerzas políticas del país, con la excepción del Partido Socialista y no sé si con la excepción de una Izquierda Unida que se mueve entre el ideologismo de las autodeterminaciones y el realismo de su implantación social en el conjunto de España, se están situando en este final de siglo en el terreno de la confrontación entre nacionalismos, mientras la sociedad española avanza, se moderniza, se despega de los peores lastres del pasado y se interroga sobre un futuro que va mucho más allá de nuestro propio espacio como país. No sé si esto les dará los resultados electorales que buscan, pero lo que sí está claro es que aumentarán la confusión y la tensión de una sociedad que desea y reivindica claridad y sosiego.

Jordi Solé Tura es diputado por el PSC-PSOE.

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