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Tribuna
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Nuevas fronteras

Comienza la semana, termina el mes, se acaban para muchos las vacaciones y se inicia lo que, en buena contabilidad social, debería marcar la separación entre un año y otro.No hay fecha más idónea y racional, que puede estirarse, todo lo más, este frutal septiembre, tiempo indeciso en el que se toman las resoluciones que condicionarán el año entero.

Ignoro qué motivos tienen los orientales, por ejemplo, para parcelar los mismos ciclos, aunque no les envidio las denominaciones, porque tengo por más reconfortante haber nacido bajo el signo de Géminis, de Tauro o de Virgo que remitirnos al ratón o al cerdo como referencias sobrenaturales.

Es durante la pausa veraniega cuando se maquinan las normas y conductas a seguir durante los venideros doce meses; ha quedado debatido el asunto de modificar la tapicería del tresillo, quizá cambiar de automóvil, reunir el coraje necesario para -esta vez sin aplazamientos- exigir el aumento de sueldo, lo que no parece turbar jamás la conciencia de los empleadores. Dentro de poco se inician los cursos escolares, vencen los plazos hipotecarios, tan alegremente suscritos y, nos pongamos como sea, en cualquier momento renovaremos el calendario.

La manía ecuménica de nuestros antepasados constriñe a gentes de distinto temperamento, tendencias y gustos a unificar fechas significativas y, de esta suerte, donde parece que comenzó todo, hace 2.000 años, se ha plantado el mojón diferenciador que, precisamente, homogeneiza muchos gestos que resultan insólitos y sorprendentes.

Para enredarlo y, por qué no, darle también algo de color folclórico, mezclamos en esas fechas la llegada plural de los Reyes Magos con esos corredores de comercio que son Santa Claus y San Nicolás. Con un grande y meritorio esfuerzo, los niños muy pequeños y las personas inocentes imaginan ver caer la nieve en latitudes donde se mece la palmera y agita su melena el cocotero.

En fin, elucubraciones aparte, vemos cómo Madrid intenta recuperar el perfil olvidado durante tres o cuatro semanas. Los que regresan encuentran las cosas tal cual, sin que hayan avanzado las obras públicas al ritmo esperado y anunciado, lo que a nadie pilla por sorpresa.

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Nos parecen las mismas esas bandadas de japoneses a quienes encontramos en el Museo del Prado, a las puertas de El Corte Inglés, intentando desembarazarse del limpiabotas clandestino, en la plaza Mayor y a los que llevan dócilmente los tour operadores al coso de Las Ventas para que presencien -más o menos horrorizados- el primero y quizá el segundo toro del festejo dominical. Uno se pregunta, a veces, cuántos son los nipones que se quedan en su patria y si se establecen turnos para viajar a los países que nosotros llamamos occidentales.

Es algo común a todos los turistas, entre los que nos encontramos al abandonar los propios confines: frecuentan los mismos lugares, estén o no encaminados sus pasos por guías deliberados. Difícil verlos por la Guindalera, el Gran San Blas, la Ciudad Lineal o Tetuán de las Victorias, por no hablar de los barrios llamados marginales o conflictivos. Exactamente lo mismo que hacemos los españoles cuando nos sueltan por Roma, Londres o Venecia. También la topografía de las ciudades tiene sus fronteras y lugares reservados, donde no debe pisar el forastero.

La propuesta queda ahí, sobre la mesa y puede ser utilizada por las mortecinas mentes políticas, que ventean el periodo electoral. Ya que no es posible remediar tanto problema planteado, ofrecemos esa novedosa bandera: que el año natural comience el primero de septiembre: la gente traerá rozagantes ideas personales elaboradas en la playa, se acomete el trabajo con nuevos bríos e incluso llegamos a encontrar simpáticos y ocurrentes a los compañeros de oficina o de taller. Durante unas semanas, el ser humano ha salido de sí mismo, de su rutina, como si volviera del tinte. Novedad, energía sorbida de la naturaleza, cutis atezado, quizá un poco de barriga y una optimista nómina de buenos propósitos. La vuelta a casa es el regreso de un exilio voluntario, que tiene todo el encanto de encontrar las cosas en su sitio y las viejas costumbres esperándonos, como las zapatillas, tras una jornada agotadora. Volvemos con el vigor y la pujanza mentales de quienes no han visto, o apenas, la deplorable programación televisiva de este periodo, lo que sentimos manifestar.

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