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Tribuna
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Fin del reinado en Moscú

Moscú vive horas cruciales. Se entiende, según el autor, que la oposición dude si creer en Yeltsin y en confiar en él para sacar a Rusia de la crisis

"Borís Yeltsin dimitirá a finales de septiembre", afirmó el pasado lunes por televisión Víktor Iliujin, una de las voces cantantes comunistas de la Duma, sin revelar sus fuentes. A pesar de ello, su declaración se ha tomado en serio, como si hubiese dicho en voz alta lo que piensa el mundo político ruso. "La destitución de Serguéi Kiriyenko era inevitable", dice un ex ministro de Mijaíl Gorbachov, "pero no el regreso de Víktor Chernomirdin. Éste sólo tiene sentido si Borís Yeltsin, al retirarse, quiere confiar el poder a un hombre de peso, conocido en el mundo".Unos días antes, en dos votaciones separadas, la Duma había invitado a Serguéi Kiriyenko primero y a Borís Yeltsin después a "retirarse voluntariamente". Lo que llamó la atención en estos dos escrutinios fue la debilidad del bando progubernamental y propresidencial. Sólo 24 de 450 diputados apoyaron a ambos dirigentes. Es cierto que el desastre financiero acababa de adquirir ese mismo día dimensiones catastróficas y que el Kremlin debía reaccionar. Por eso, Kiriyenko fue despedido, pero ¿quién podía aceptar su cargo en un país en plena bancarrota? Invitado al Kremlin, Víktor Chernomirdin puso unas condiciones draconianas para retomar la dirección del Gobierno, exigiendo en particular que se le diera carta blanca para elegir a sus ministros, así como estar fuera del alcance de las injerencias presidenciales. Yeltsin tenía que estar entre la espada y la pared para aceptar esas condiciones y renunciar a las prerrogativas que hizo incluir en la Constitución. Lo que es más: al día siguiente, en una conversación telefónica con Guennadi Selezniov, presidente de la Duma, Yeltsin confirmó el contenido de su acuerdo con Chernomirdin y propuso rectificar la Constitución para adecuarla a las nuevas disposiciones. Este brusco cambio del zar Borís ha convencido a los diputados de que piensa precipitar su marcha. Para ayudarle a tomar esa decisión, han propuesto una ley que le garantizaría un escaño en la Cámara alta durante 10 años.

Como confirmación a la tesis de que el desenlace está próximo, el secretario de prensa de Borís Yeltsin y vicepresidente de su Administración, Serguéi Yastrzhembski, entró como un ciclón en la Duma el jueves para negociar con Guennadi Ziugánov, líder de la mayoría comunista, las condiciones sociales del presidente tras su marcha. Le gustaría convertirse en senador de por vida. Pero ¿por qué hablar de ello con Ziugánov y no con el presidente de la Cámara, Selezniov, a quien conoce mucho mejor? ¿Se trata acaso de una maniobra, dirigida una vez más a proclamar ante el mundo: "O yo o los comunistas"? Esto no parece ya posible, por la sencilla razón de que una comisión trilateral, compuesta por miembros de las dos Cámaras y por representantes del Gobierno, acaba de votar una resolución por la que se exige al presidente que renuncie oficialmente, por decreto, a casi todas sus prerrogativas. Lo que le había dicho a Chernomirdin o a Selezniov se enmarca dentro de unos compromisos de carácter privado que carecen de valor legal. Se le pide un compromiso público ante el país, firmado de su puño y letra. Si cede, no sería más que un presidente de adorno, por lo que resulta comprensible que dude y envíe señales contradictorias.

Los plazos del desenlace cuentan mucho. Se ha dicho en general que Yeltsin ha hecho de Chernomirdin su "heredero designado". Sin embargo, no es rey, y su primer ministro, tras su dimisión, conservará el poder durante tres meses, después de lo cual deberá someterse al veredicto de las urnas. Y las posibilidades que tiene Chernomirdin de salir elegido son nulas. Ni siquiera obtendría el 5% de los sufragios. En una reunión a puerta cerrada, los líderes de los grupos parlamentarios le han hecho comprender que no ha sido el joven Kiriyenko, con sus 122 días de gestión, quien ha sumido al país en esta terrorífica crisis, sino aquellos que lo precedieron en años anteriores. El nombrado primer ministro no ha perdido su sangre fría: "No soy el mismo hombre de antes", ha replicado. Su breve travesía por el desierto político le habrá hecho comprender que los hombres con los que ha trabajado -y que, por lo general, le habían sido impuestos- no valían gran cosa y aceptaban demasiado dócilmente los dictados del Fondo Monetario Internacional. "Me gustaría formar un equipo de profesionales de gran nivel, sin tener en cuenta su pertenencia política", parece ser que declaró a modo de conclusión.

La oferta de Chernomirdin de un Gobierno de coalición no tiene la aprobación unánime de los comunistas, cuyo voto será decisivo. Guennadi Ziugánov tan pronto dice que juzgará al primer ministro designado por su programa, como que su partido puede tener a su propio candidato para el cargo. En Moscú se dice que el líder del Partido Comunista aumenta de este modo las apuestas para obtener más cargos ministeriales. Pero eso no quita para que el resultado del voto de investidura de Chernomirdin siga en el aire.

La Comisión Trilateral, en la que han participado todos los partidos, ha centrado el programa de salvación nacional en tres ejes: desdolarización, nacionalización, reactivación de la producción. Esto, que supone un giro de 180 grados con respecto a la política de Borís Yeltsin, no es, sin embargo, un llamamiento a "todos los poderes para los sóviets". Se trata de algo mucho más sencillo: para poner fin a la caída del rublo, se impondría un tipo fijo de la moneda nacional y se introduciría el control de los cambios. Por otro lado, las pérdidas de los bancos rusos son enormes debido a la reestructuración de la deuda interna, lo que hace que estén potencialmente en quiebra. El Estado garantizaría los depósitos de los ciudadanos, pero nacionalizaría los bancos menos viables, creados no hace mucho para especular con las privatizaciones. Por último, el plato fuerte del programa es la reactivación de la producción nacional, gracias a la emisión de dinero para inversiones y a la mayor protección del mercado nacional. El objetivo de este programa, se comenta en Moscú, es el de lanzar un New Deal al estilo Roosevelt en una Rusia azotada por una crisis comparable a la de los años treinta en Estados Unidos.

Pero la gran baza de Roosevelt residía en su capacidad para animar a los norteamericanos a que participaran activamente en la vida del país. Un llamamiento de ese tipo sería todavía más apremiante en Rusia, que vive desde hace siete años bajo la férula del zar Borís y de su camarilla, compuesta, según la socióloga Tatiana Zaslavskaia, por unas cuarenta personas, que son las que aparecen en el programa satírico Koukli (Muñecos, equivalente a Las noticias del guiñol de Canal+). Desgraciadamente, Chernomirdin era una de ellas, y no se parece ni de lejos a Franklin Delano Roosevelt.

Se entiende que la oposición dude si creer que "ya no es el mismo hombre de antes", y si confiar en él para sacar a Rusia de la terrible crisis. Grigori Yavlinski, líder de la oposición democrática, declara, con la mano en el corazón, que nunca podrá votar por ese hombre: es para él un caso de conciencia. Pero si se empieza a buscar ahora a un hombre nuevo, con un pasado irreprochable, ¿no correría la crisis el peligro de durar mucho tiempo, demasiado para una población que está ya al borde de su paciencia?

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