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Tribuna
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Tres patas para una mesa

Jerome Robbins no es el segundo coreógrafo norteamericano del siglo XX, sino el primero, y es así si nos atenemos a la estricta verdad de que George Balanchine llegó a Nueva York entre 1934 y 1935 siendo ya un artista maduro y formal, pletórico de sus éxitos europeos con sus hallazgos, primero junto a Diaghilev en la última etapa de los Ballets Rusos (El hijo pródigo) y luego en Los Ballets 1933 (Los 7 pecados capitales, Cotillón).Balanchine no era estrictamente ruso: era georgiano del cogollito culto y familiar de Tbilisi, de donde también procedía la legendaria bailarina Maria Bavr y de donde salieron poco después el coreógrafo Vanjtlan Chabukiani o el más importante diseñador de ballet soviético del siglo XX, Simon Virtzalatze. Otra cosa es que se formara Balanchine -y todos estos otros- en San Petersburgo en plenos años veinte, al calor del suprematismo de Malevich y Rotchenko, de Gontcharova y Goleizovski.

Su caldo de cultivo fue de furiosa vanguardia estimulada por un ballet que atomizaba el vocabulario clásico y lo enriquecía dinámicamente día a día, y de ahí los asombrosos resultados de su estilo personal desde la época de La chatte. Todo el Balanchine posterior puede rastrearse formalmente en aquellas gestas constructivistas y posfuturistas. Luego América le dio el jazz y las caderas, el aire de verticalidad a toda costa y el rejuego geometrista que también está, por ejemplo, en Frank Lloyd Wright.

No se puede ser taxativo y decir que el neoclasicismo es una exclusiva de Balanchine y Robbins, pero al menos sí el neoclasicismo norteamericano, y más exactamente neoyorquino, porque pocos fenómenos estéticos en ballet han estado tan planimétricamente delimitados por un espacio urbano moderno.

Lo interesante es que Balanchine, Robbins y Lincoln Kirstein juntos no quisieron emular nunca al naciente ballet académico norteamericano, que ya existía con salud, sino crear un estilo nuevo sobre una compañía nueva, heredero en principio de tres cosas fundamentales: la tradición técnica franco-italo-rusa, el ballet abstracto-sinfónico y la discreta asimilación de los nuevos aires, tanto en el movimiento como en lo musical, todo ello hecho con el glamour de la Quinta Avenida y muchísimo dinero.

Ellos tres fueron muy diferentes entre sí. Balanchine amaba los rubíes, las esmeraldas y las mujeres hermosas; Robbins era un poeta intimista enamoradizo y tímido, con mucha ironía tanto en sus relaciones como en su trabajo, y Kirstein un dandi de tino exquisito tanto para escoger su papel de cartas como para aplicar su mecenazgo. Tales personalidades dispusieron el estilo global del New York City Ballet, gran clase del ballet de nuestro tiempo, género único de pujante modernidad.

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