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Tribuna
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El espectáculo Clinton

Mientras el presidente Bill Clinton informaba a la nación desde Washington de que los misiles de crucero norteamericanos estaban atacando Sudán y Afganistán y mientras que a pocas manzanas de él, Monica Lewinsky - enojada porque Clinton en su discurso de disculpa no había declarado su amor por ella- suministraba al fiscal Kenneth Starr más detalles gráficos para su pornoinvestigación, los estadounidenses no sabían si habían caído en una escena permanente de la película Cortina de humo o, más apropiado todavía, de otra película en la que todo el mundo se convierte en un culebrón de televisión, The Truman show. Demasiados militares, demasiadas ramas del Gobierno tomaron la verdadera decisión para el ataque a Afganistán y Sudán; y hasta los enemigos más acérrimos de Clinton le apoyaron. Por eso, a menos que Clinton sea un Houdini que domine a todo el mundo y a todos los sectores del Gobierno -y desde luego no lo es-, la teoría de la Cortina de humo, por irresistible que sea, no fue el factor esencial en el bombardeo.Y yendo más al grano. Es la primera vez que nuestro alto mando y nuestro presidente ha estado tan preocupado (sobre todo en lo que respecta a Europa) por una película; dijeron inmediatamente: "Esto no es Cortina de humo". ¿Se imaginan a Roosevelt diciendo: "Mirad, amigos, nuestra invasión de África del Norte no se planeó en Casablanca, os juramos que Rick no nos está esperando en el bar, que no hemos estado en contacto directo con Ingrid, y que Paul Henreid no es el líder de la Resistencia francesa"?

El único grupo que está saliendo relativamente bien parado en el escenario virtual de Washington es la opinión pública norteamericana. La inmensa mayoría de los estadounidenses quieren que Starr pare de una vez; no quieren un impeachment (probablemente no haya una base legal para ello; un impeachment trata de asuntos de Estado). Votaron a Clinton en dos ocasiones, sabiendo que era un pelín mujeriego y están extremadamente enfadados con los medios de comunicación y con Starr.

Del mismo modo que la extrema popularidad de Diana entre el pueblo inglés confundía a los poderes establecidos británicos y a la familia real, la elevada popularidad de Clinton que reflejaban continuamente las encuestas ha confundido al Partido Republicano, a la prensa liberal e incluso a los demócratas. Clinton nunca ha agradado demasiado a la élite liberal: es demasiado centrista, demasiado sureño, demasiado diferente a ellos. The New York Times le ha atacado bastante insistentemente y ahora ha optado por una senda de moralidad muy elevada. Los expertos de las tertulias del corazón en la televisión necesitan que su lucrativo culebrón graficoporno continúe. Mientras una periodista griega naturalizada norteamericana y conservadora de derechas, Ariana Huffington, explicaba con acento griego por televisión a los estadounidenses el significado de Norteamérica (que es como si un francés o un inglés explicara el significado de España a los españoles durante unas elecciones), y se quejaba porque a Clinton no se le debería permitir que se tomara sus dos semanas de vacaciones en Martha"s Vineyard, resulta que no estaba en realidad de vacaciones, sino declarando la guerra.

Muchos de estos seudoexpertos son despojos del juicio por asesinato contra O.J. Simpson; Marcia Clarke, la fiscal que no logró que condenaran a O.J., le ha cambiado por Clinton, a quien ataca diariamente en su programa de tertulia. Clarke ha llegado incluso a sugerir que Clinton había puesto en peligro la seguridad de EEUU porque Monica podría haber sido una espía sexual enviada por Sadam Husein. ¿Husein sirviéndose de sensuales chicas judías estadounidenses para espiar en la Casa Blanca? ¿Cómo pudo escapársele a Cortina de humo?

Clinton, como Diana, es un extraño, seductor, duro y vulnerable, que desde muy pronto se forjó la íntima relación de un semihuérfano con el mundo en general. Es imposible encontrar una mala fotografía de Diana o de Bill Clinton; sus ojos nos reclaman y nos envuelven en su realidad; la opinión pública responde a su potente mezcla de poder imponente y carencia urgente a la vez que les perdona su fatal debilidad, su necesidad insaciable de ser queridos. Las negociaciones de Clinton con la opinión pública, al igual que las de Diana, se desarrollan en un territorio fuera de la influencia de los poderes establecidos o de la prensa.

Los estadounidenses, como la mayoría del mundo, no esperamos demasiado de nuestros políticos. Les votamos para un cargo y les echamos de él, y confiamos en que no sean demasiado corruptos y lleven a cabo una política social decente. Los que votan separan la conducta personal de la política; han apoyado a Clinton porque ha hecho un trabajo extraordinario a la hora de enderezar la economía del país y está a favor de la política social adecuada. La idea reciente de que el liderazgo moral del presidente tiene que ser juzgado basándonos en su vida privada proviene del programa antiabortista de la derecha religiosa y su intento de inyectar en la cultura su rígida idea de la moralidad familiar como concepto político. Como en la mayoría de los países, el liderazgo moral de los presidentes de EEUU ha sido abstracto, no personal: liderazgo moral quería decir guiar al país durante una crisis como hicieron Lincoln y Roosevelt; los dos tuvieron una vida sexual bastante inestable. Muchos presidentes han tenido aventuras extramaritales y la opinión pública lo sabe. La popular canción acerca del presidente Grover Cleveland, que apadrinó a un hijo ilegítimo, decía así: "Mamá, mamá, ¿dónde está mi papá? Está en la Casa Blanca, ja, ja". ¿Acaso debería haber perdido EEUU la IIGuerra Mundial porque la amante de Eisenhower entonces era Kay Sommersby?

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En esta época de guerras se desarrolla un nuevo conflicto muy significativo entre los políticos y los medios de comunicación, por un lado, y Clinton y el electorado, por el otro. Exasperados por la popularidad inagotable de Clinton, algunos de los medios han empezado a referirse a la mayoría de los estadounidenses como "estúpidos". Uno de ellos dijo: "¿Y qué sabrá un dentista, un carnicero?". Esto es algo nuevo. Tradicionalmente, en la política se atacan grupos concretos: feministas, negros, la izquierda, la derecha... Pero Clinton ha sido la bestia negra del Partido Republicano porque sintoniza con una Norteamérica diversa. Derrotó casi sin ayuda a los republicanos de la extrema derecha en su aciaga revolución radical. Como centrista inteligente y astuto, ha arrebatado a los republicanos algunas de sus mejores ideas y muchos votos. Ha ganado dinero para los ricos y ha contribuido a crear una nueva clase acaudalada. Está del lado de las mujeres, los negros y los pobres. Los republicanos no pueden atacarle por ser de izquierdas o un liberal de la costa Este; es tan americano como el pastel de manzana, un chico pobre de la minúscula Arkansas del sur que, a base de tesón y cerebro, llegó a Yale y Oxford.

Clinton encubrió una aventura adúltera con demasiadas mentiras. Debería haber hecho frente al dolor de Hillary y haber sido más franco acerca del asunto hace muchos meses. Pero la disparatada investigación de cuatro años y 40 millones de dólares (6.000 millones de pesetas) de Starr, que acabó convirtiéndose en una mera redada de panties, no debió llevarse a cabo nunca: es la aplicación sin precedentes de una mala ley que sin duda será liquidada, pero que nunca se pretendió que fuera utilizada en la manera en que lo ha hecho Starr. La hostilidad mutua de Clinton y Starr nunca debió airearse; resulta particularmente descabellada porque Starr ha hecho fortuna representando a las industrias tabaqueras y Clinton, debido a sus leyes antitabaco, es el principal enemigo del sector. El asegurar la intimidad de las almas mortales que se convierten en presidentes es tarea del Gobierno. El Tribunal Supremo y la fiscal general, Janet Reno, despojaron a Clinton de esta seguridad a través de fallos nefastos. La prensa y la opinión pública siempre han sabido cosas sobre la vida sexual de anteriores presidente, pero esa clase de información siempre se ha considerado fuera de límites. Pero el verdadero fracaso ha sido el de los liberales, que deberían haber protestado hace tiempo contra la investigación de Starr y que, aparte de unas cuantas voces como la de Arthur Schlesinger, hijo, han estado sorprendentemente callados. Durante la mucho más difícil era McCarthy, sólo hizo falta un valiente periodista, Edward R. Murrow, y un abogado de Boston, Welch, que le dijo a McCarthy (que estaba cogiendo a la gente por sus indiscreciones personales) la famosa frase: "¿Es que no tiene vergüenza?", y de repente, la era McCarthy se había terminado.

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