Tiempo varado
Llegaban del norte, un lugar difuso y frío, envueltos en jirones de niebla, sobre naves que parecían dragones, y durante siglos se adueñaron del mar; asediaban las costas del sur, saqueaban y robaban, y cuando el invierno se acercaba regresaban a las tierras de las brumas, el Norte inalcanzable y pérfido. Los habitantes sureños apenas confiaban en las fortificaciones de los promontorios y las pequeñas torres que bordeaban el litoral; como diablos rojos, parecían ser capaces de adivinar los pensamientos y destruir lo que tocaban. Cuando, hace unos días, se encontró por casualidad un barco de factura vikinga en la ría de Gernika, afloró junto con la madera podrida el encanto de los guerreros crueles, sangrientos hombres de trenzas rubias y frentes hurañas. En esos años los árabes ocupaban el sur, con sus refinados palacios y los baños que les aliviaban del anhelado calor: conocían la geometría, hallaban lugar para las artes y las ciencias, la medicina y la astronomía. Despreciaban el norte y sus montes inhóspitos, aunque ricos en vegetación y agua. Las tierras de nadie, los yermos áridos, separaban las dos zonas sometidas a influencias tan diversas, la oriental, la europea, y que a su vez, se influían mutuamente. Sin embargo, la idea del lujo permanece asociada a esos legendarios reyes moros, los de las fuentes reidoras y los mármoles bordados hasta lo inverosímil, y no a las chozas y los navíos norteños. Cuando los siglos pasaron, uno, dos, cinco, el tiempo se aceleró; en horas se recorrieron sendas que antaño condenaban al marino a contemplar durante días el cielo y las corrientes. Se perdieron batallas en la mar que cambiaron, por azar, los mapas de la tierra. Las gentes del norte se encerraron en sus casas y comenzaron a contar su dinero, a prosperar y a sufrir en busca del sentido de la vida y la muerte. Los sureños fueron expulsados lejos, más al sur, perdieron sus jardines encantados y se dedicaron a luchar por la vida y la muerte. Bajo la tierra el barco permanecía anclado, insensible a los movimientos y al tiempo apresurado. La gente surcaba la ría, vivía y moría, hasta que llegó un tiempo en que el peligro llegó del sur, de los barcos frágiles y fugitivos del sur y de sus habitantes desesperados y hambrientos; en el norte los pueblos se aburrían y continuaban viajando, por placer en esta ocasión, demasiado civilizados, hastiados de sus propios lujos y riquezas. Y entre el norte y el sur, en esta tierra de nadie en la que habitamos, continúan devorándonos los miedos a los extraños, a quien pueda saquearnos e invadirnos y cambiar nuestra plácida existencia. Así, a nuestras tierras llegan los norteños y admiran las calles y los museos, las bellas estampas de las costas y la comida suculenta, tal vez en un intento de frenar el tiempo; y los sureños vagan por las calles y mendigan en las entradas a los museos, enturbiando las imágenes de postal de las costas. Algunos, no podía ser de otra manera, venden tiempo detenido: relojes. Si el reloj se acelera aún más, si el espacio que se recorre en horas ahora llega a condensarse en minutos, y si en apenas tiempo logramos recorrer la tierra, el mar, de norte a sur, convirtiendo lo imposible en realidad, eso no nos salvará del miedo. Cuando el peligro no llegue del sur, se aproximará por el oeste, a través del océano desconocido; o vendrá del este misterioso. Resulta imposible permanecer varados, y volver la cara hasta que el polvo nos cubra; junto con el tiempo que se apresura, el espacio se reduce, y el mundo empequeñece hasta caber en la palma de la mano. Inútil resistirse a mezclarnos, a intercambiar culturas y sangres con el otro; sólo de la renuncia a nosotros mismos nos vendrá la continuidad, la supervivencia. Sólo de ese modo desaparecerá el sentimiento de vago temor, de leyenda terrorífica, que se recupera al descubrir, por casualidad, siempre el azar, un barco de guerra, un dragón ya muerto.
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